Estuve en Venezuela en el año 2007, días antes del referéndum constitucional que Hugo Chávez perdió por pocos votos. Toda Caracas estaba pintada de rojo, y con afiches y fotos de Hugo Chávez, Fidel y el Che, como si fueran los tres padres de la patria. Yo, que había sudado la fiebre de la utopía comunista, aquella experiencia, a mí, me llenó de horror. Una anciana de origen español, al verme, me preguntó: “Mi hijo, ¿de dónde eres?”. Le dije: dominicano. A lo que me respondió: “Mi hijo, en más de cincuenta años que tengo viviendo en este país, esta ha sido la peor desgracia que le ha caído a este pueblo”. Sus respuestas, tan hondas, sentidas y dolidas, me calaron hasta los huesos, y continúan resonando en mi memoria. Nunca las olvidaré. Sus palabras fueron para mí una radiografía  y un retrato de lo que vendría, y en lo que derivaría ese nefasto régimen. Aquella frase tan sabia de esa anciana no podía engañarme. Esa señora no estaba errada. Su voz fue la voz de la experiencia. Me dio una lección de política, de moral y de civismo. Fue premonitoria. Supongo que se habrá muerto sin ver la luz al final del túnel. Aún resuena en mis oídos esa palabra: desgracia.

Los pueblos no descansan. América Latina, como África,  ha tenido un destino trágico. De paz poco duradera, lo cual ha impedido su desarrollo institucional y su progreso material, frente a su riqueza cultural y artística. Posee un enorme potencial identitario, un variado mestizaje étnico- cultural y maravillosas riquezas naturales. Es un continente que ha tenido luchas tenaces, encarnizadas y sangrientas, en la defensa de su identidad, su independencia, su soberanía, su autodeterminación, su territorio y su memoria histórica. Durante la colonización y la conquista del Nuevo Mundo, contra los conquistadores y colonizadores, en sus luchas independentistas o descolonizadoras, América Latina ha sabido sobrevivir, sobreponerse y salir hacia adelante. Ha sufrido saqueos de piratas, invasiones y embates de la naturaleza. Durante casi todo el siglo XX, padeció el cáncer de las dictaduras militares y los golpes de Estado, que derivaron en exilios, auto-exilios, deportaciones, asesinatos, crímenes, injusticias sociales, desigualdades,  violaciones a los derechos humanos y a las libertades individuales, persecuciones, apresamientos, torturas, abusos de poder y cercenamiento de las libertades.

Así pues, la democracia ha tenido –y tuvo– muchos enemigos, tropiezos  y reveses, en su construcción y consolidación. Pero esos enemigos vuelven o se reciclan. En los últimos años, el gran enemigo es el populismo de izquierdas, del mal llamado “socialismo del siglo XXI”, que encarna el chavismo-madurismo, una práctica de gobierno autoritaria –mas no una ideología ni una teoría política, y, en la práctica, es más de derechas–, que usa una retórica de cartón piedra, de hojalata, y que sataniza todo intento de crítica, y hasta consejos. Y que usa el calificativo denotativo de fascista a todos sus opositores. Y que ha minado, con demagogos y embaucadores –como Hugo Chávez, Rafael Correa o Evo Morales–, algunos países latinoamericanos, con una retórica populista, redentora y mesiánica. El populismo o neopopulismo, como se sabe, es una herencia tardía en el continente y una reivindicación espuria del socialismo, que ha tomado lo peor del estalinismo: el autoritarismo, el irrespeto a la voluntad popular, expresada en las urnas, la intolerancia y la tentativa de perpetuación en el poder.

Ya lo he dicho en otros artículos: son muy buenos en la oposición, pero pésimos en el poder, pues se enquistan, se atornillan, violan la constitución para su propio beneficio,  se reeligen indefinidamente, ejercen la coerción, la cooptación a la oposición y a los medios de comunicación, violan la independencia de los poderes públicos, hacen fraudes electorales, reprimen las legítimas protestas y actúan disfrazados de defensores del pueblo. En fin, derrochan los bienes públicos, expropian (o nacionalizan), crean el resentimiento contra la clase alta, odian la economía de mercado, el libre comercio, y como tales, son malos administradores de la Cosa Pública. De ahí su fracaso en el poder, y, por consiguiente, representan miseria, desempleo, hambre, atraso y pobreza. Solo basta verse en el espejo de Cuba, Venezuela  y Nicaragua, país que hizo la revolución sandinista, en 1979 (que apoyamos), derrocando una longeva tiranía, pero que derivó en otra tiranía monárquica de izquierda. ¡Qué paradoja tan indignante!

Como necesitan legitimidad, en el marco de la civilización democrática, estas dictaduras populistas de izquierdas, convocan elecciones, pero sucias, amañadas, con cartas marcadas, mostrencas, circenses y de resultados predecibles: triunfan o arrebatan. O se inventan los resultados, violentando los procesos, y excluyendo el conteo transparente de las actas de votaciones, con un Tribunal Supremo Electoral no independiente, y oficialista.  Hasta el final de la votación, tuve fe y optimismo, y hasta creí que, al fin, saldríamos del horror y el drama del chavismo-madurismo, cuando, a medianoche, desvelado y ansioso, escuché lo que, para algunos, era predecible: el triunfo del fraude, en voz del vocero de Maduro del CNE. Sin embargo, debo decir que percibí la mala fe y las malas intenciones de Maduro, al objetar a decenas de veedores internacionales –incluyendo algunos ex presidentes–, y al decir que habría “un baño de sangre si perdía”. La noticia de su “triunfo” conmovió y estremeció al mundo democrático, pues representa la continuación de una pesadilla que no cesa para el mártir, agónico  y sufrido pueblo de Venezuela, y para los expatriados, que albergaba la esperanza de su justo y necesario retorno.

Lo sucedido esta semana en Venezuela es una representación elocuente de esta pantomima, ópera bufa, en la que millones de venezolanos, eufóricos y felices, venciendo distancias y obstáculos, cruzando mares y ríos, ejercieron la fiesta de la democracia, al acudir a votar para elegir al candidato de su preferencia. Pero fueron, una vez más, engañados y burlados. Fue conmovedor ver a miles de venezolanos, montados en pequeñas lanchas, o pagando boletos aéreos (pues a la mayoría se le prohibió votar en el extranjero), para participar del torneo electoral, masivamente, y ejercer así el legítimo derecho de votar –de elegir y ser elegidos–, y con la esperanza, al fin, de salir de esta pesadilla llamada Nicolás Maduro y su camarilla de adláteres: de infames, corruptos, esbirros, bufones e impresentables (civiles y militares), que son conforman su anillo palaciego, de su narco-Estado, enquistados como lapas, en el Palacio de Miraflores. Pero ese entusiasmo quedó truncado, frustrado y yugulado, cuando, venciendo y burlándose de todas las encuestas, que daban ventajas de 70 a 30, a Edmundo González Urrutia, candidato de la oposición, y, tras el final de la jornada de votación, y con encuestas a boca de urnas, que le daban un triunfo arrollador en todas las localidades y Estados, y después de tres horas de espera para oír el primer boletín, el Consejo Nacional Electoral (CNE) madurista-oficialista –acaso en ese tiempo–, urdió el fraude, y anunció que Maduro había “ganado”. Fue insólito, pero predecible.  La pesadilla sigue. El gran bostezo de la era chavista se resiste a apagarse, a morir, y da sus últimos coletazos, como el tiburón herido de muerte. La larga noche oscura que vive la Nación de Bolívar, desde que cayó en la trampa de la farsa, que es la “revolución bolivariana” (de Simón Bolívar no tiene nada)–que encabezó el militar golpista Hugo Chávez–, aún continúa sin despertar del insomnio a Venezuela. A esa fiebre entusiasta de esperanza, le siguió el desencanto y luego el cinismo, de un proceso que prohijó (hay que decirlo) la corrupción de los partidos demócratas en el poder (COPEI y Acción Democrática), y que fue el caldo de cultivo y la semilla donde germinó ese discurso utópico, socialista  y nacionalista del chavismo, que terminó convertido en una estafa y un engaño a la inteligencia, a la sensatez, a la razón y a la modernidad.

Lo leído y visto el histórico domingo 28 de julio, tras el colosal fraude del chavismo-madurismo, llenó de indignación, ira y pesimismo a millones de venezolanos (y no venezolanos) que votaron por un Cambio, por salir del horror, de la miseria y del atraso, y para hacer retornar a más de siete millones de conciudadanos, que viven una crisis humanitaria:  en el exilio, huyéndoles al hambre y a la dictadura, como refugiados, como en la época de la diáspora judía, ruandesa, ucraniana o siria. Es decir, como si vivieran en una guerra. Miles están en las cárceles o tuvieron que huir de las persecuciones, de la censura, del desempleo, de la inflación que se traga sus salarios y sus ahorros, y entre cuyos integrantes hay excelentes profesionales, que han tenido que dedicarse a ser buhoneros, chiriperos, camareros, conserjes y algunas mujeres, hasta a ejercer la prostitución, a cambio de comida, y para sobrevivir. Los vemos en calles y avenidas de Santo Domingo, Perú, Brasil, Ecuador, Chile, Panamá, España, Estados Unidos, Colombia o Argentina, algunos como parias, cuando en Venezuela son ingenieros, médicos, abogados, licenciados, profesores…

Venezuela, con el chavismo-madurismo, ha vivido un calvario, un purgatorio y un holocausto colectivo. Es decir, una pesadilla kafkiana y una distopía orwelliana. Decenas de candidatos políticos están en el exilio o inhabilitados de ser legítimos candidatos, como Leopoldo López (que duró cinco años preso por liderar las históricas y épicas protestas de 2014), María Corina Machado, Henrique Capriles o Julio Borges, todos acusados por la justicia oficialista de incitar a la desobediencia civil y a la protesta popular, el mismo cliché o subterfugio que usa Daniel Ortega en Nicaragua contra sus opositores y candidatos, que, cuando lo adversan, corren la misma suerte: el exilio por “traidores a la patria”. Venezuela, la Cuba del siglo XXI, es una vergüenza ante el derecho internacional público y ante los valores democráticos, que encarnan el resto de las naciones de la región, y ante un mundo global y una sociedad abierta, uno de cuyos enemigos es el dogma ideológico-populista de izquierdas. El chavismo-madurismo en el poder ha sumido a Venezuela, otrora Nación próspera, pujante y desarrollada, la meca de los dominicanos en los años 70 –un Nueva York chiquito–,  con enormes rascacielos en Caracas, hoy es sinónimo de barbarie, con una de las inflaciones más altas del mundo y con una astronómica devaluación de su moneda, de la más alta del continente –o del mundo. Editoriales como Ayacucho y Monte Ávila, que eran referentes para América Latina y España, fueron destruidas y convertidas en editoriales  que publican  panfletos, libros en papel de periódico y folletos mal impresos.

Su fortaleza ha sido su debilidad. O, más bien, su riqueza. Ser una potencia petrolera la ha convertido en un botín para las potencias imperiales y de izquierdas, las mismas que defienden sus desmanes, abusos y fraudes, con tal de perpetuarse en el poder para sus beneficios y conseguir así petróleo a vaca muerta. Esos son sus aliados, acaso porque comparten la misma ideología y concepción del Estado y del poder en materia geopolítica –o por razones geopolíticas–, en nombre de un antiimperialismo nostálgico, juego al que se prestan los izquierdistas criollos, los ortodoxos y desfasados, a quienes se los tragó la historia y el tiempo, como a los dinosaurios. Y quienes no aprendieron las lecciones del colapso soviético, víctima de su burocracia elefantiásica, luchas de poderes y dispendios, durante la Guerra Fría y la era Reagan-Thatcher. Son los mismos antiimperialistas que, por estar siempre en contra de EEUU, aunque la causa sea injusta, prefieren apoyar las diabluras del chavismo-madurismo y satanizar a la oposición (que no ha gobernado), como si fuera el mal mayor. O acusarla curiosamente –y de modo indignante—de fascista, una palabra gastada y fuera de contexto (que se la inventó Chávez y que Maduro repite como un papagayo, o como un mantra). ¿Se puede ser fascista desde la oposición? ¿Quién es más fascista, Maduro, un dictador ególatra, megalómano, mentiroso, intolerante, caudillesco y autoritario, que no cede el poder a alguien más de sus compañeros de partido y que no permite una convención interna para escoger a otro candidato? ¿Son fascistas los líderes de la oposición, que buscan un cambio, alternabilidad en el poder, libertad, elecciones libres, democracia y justicia social?

Así actúan, como socialistas románticos, los que se suman al coro de esa retórica nauseabunda, agresiva, violenta e irrespetuosa de Nicolás Maduro, que quiere quedarse en el poder contra viento y marea. Asume la intolerancia, hasta el punto de retirar su cuerpo diplomático de los países que solo cometieron el “pecado” de pedirle transparencia y respeto a la voluntad popular, tras el tramposo torneo electoral del pasado domingo, y que amenaza hasta con romper las relaciones diplomáticas. A esa acción le siguió la suspensión de los vuelos aéreos y la correspondiente acción por parte de los países afectados, en similar actitud de reciprocidad: retirarlos también de Venezuela, un país que renegó de los valores de la democracia, y que como tal, no sintoniza con la música que tocan los demás países del concierto regional. Corresponden, como siempre han sido –y ha sucedido–, las sanciones de rigor, el aislamiento diplomático, la sanción económica  y la estrangulación a ese régimen ilegítimo e ilegal, que sigue robándose las elecciones, el supremo recurso creado por las democracias occidentales como mecanismo que le inyecta aire de renovación, y que sirve de antídoto y oxígeno a los procesos democráticos. Un Gobierno  que se sigue burlando de la voluntad popular, conculcando sus derechos, debe ser aislado con los mecanismos del derecho internacional y con las leyes, los convenios y los acuerdos de los países signatarios, y guardianes de la paz, la democracia y la libertad. Solo la unidad y la solidaridad de las demás naciones del mundo democrático pueden hacer valer su poder y sus derechos, y doblegar la deriva autoritaria y dictatorial del gobierno de Venezuela, para alcanzar la democracia que anhelan y buscan, desde hace más de veinte años, los hijos de Miranda, Páez, Bolívar, Bello y Mariño.