El pasado 19 de febrero de este año Angélica Noboa Pagán, colaboradora de este medio, escribía el artículo “Más que un sentimiento” en la que festejaba el cumpleaños de un hermano. En él hacía alusión al comentario de un lector que reprochaba cómo un periódico daba cabida a comentarios tan particulares sobre personas que no habían prestado un servicio a la patria.
El sentimiento de familia, de cercanía, de amor filial, llega a constituir el más noble de los sentimientos. El poder hablar de los suyos de una forma tan amorosa es una dicha. Compartir recuerdos y vivencias es la mejor forma de decir “confieso que he vivido”, con el perdón de Neruda.
Hoy para mí es un día muy especial. Quiero comentar de mí, porque dejé de ser hija para convertirme en mamá de mi mamá, quien cumple precisamente hoy CIEN AÑOS.
Hablar de ella me tomaría páginas y páginas, las cuales ni el periódico ni los lectores me harían el favor de concederme. Hablar de mí me tomará menos.
Al día de hoy mi mamá lleva justamente seis meses y medio viviendo permanentemente conmigo. Antes, venía ocasionalmente, se pasaba una semana, quince días, un mes, hasta que decidía regresar a la que era su casa en ese entonces, donde mi hermana mayor.
El pasado 24 de septiembre llegó a mi casa, mi hijo mayor y yo la trajimos. Recuerdo como ahora cuando él la bajó cargada en brazos ya que no podía bajar caminando desde un tercer piso. Mi corazón estaba en ascuas, pensaba podían caerse, pero el amor da fuerzas, equilibrio y mayor cuidado ante cualquier peligro.
Desde el momento en que llegó le dijimos que esta era su casa. Ella, un poco perdida por los dos años de la pandemia, miraba a su alrededor. Le habilité una cama al lado de la mía, pues no quería que se quedara sola en su habitación un poco distante de la mía.
Ahí comenzó mi nueva vida, mis recuerdos.
Cada mañana al despertarla procuro cantar para que ella esté desde un principio contenta. Siempre le gustó cantar y lo hacía muy bien. De hecho, cuando joven cantaba en el coro de su iglesia en Cotuí, así conoció a mi papá con el que estuvo casada durante más de cincuenta años, hasta que él falleció.
Todas mis amigas me dicen que las personas al llegar a la ancianidad se tornan como niños. Efectivamente, con cada cosa que hago tengo que hacer una similitud cuando mis hijos estaban pequeños. Al bañarla, al darle su comida que le hago una papilla de manera que no se canse al masticar y sentirme segura de que está tomando todos los nutrientes necesarios. Al arroparla en la noche para que no sienta frío…
Cuando la llevo al sanitario, para que no sienta temor de caerse al sentarse, le canto “Despacito”, canción que popularizó Luis Fonsi, ella solo ríe.
Todos los días asistimos a la “Iglesia”, rezamos el Rosario y escuchamos “La Misa”. Bueno, eso de la iglesia tiene su historia. Una tarde en que ella descansaba en la cama le dije que teníamos que levantarla para rezar, ella me dijo que no quería ir a la iglesia. Le dije que Luicho, su nieto estaría allá, entonces accedió. Esta iglesia es la sala de mi casa en donde nos sentamos de cinco y media a siete con “Televida”.
Otra de las cosas jocosas es que su casa paterna estaba un poco alta; para ir a la terraza o llegar al patio había que bajar unos cuantos escalones y allá lejos quedaba una letrina que, aunque en su casa tenían un baño moderno con inodoro y todo, era usada para los caminantes, que eran muchos, ya que su casa quedaba frente al parque y era solicitado el servicio por mucha gente extraña. También en una casita en “Las Pocilgas”, paraje de la Vega, la letrina quedaba en una pendiente, al fondo, por lo que a principios de vivir aquí ella, cuando tenía que ir al baño, me decía que quería ir “allá abajo, a la letrina”. Con el correr de los días y reconocer que estaba en mi casa, su casa, reconoció nuevamente el baño.
Muchas veces cuando mis amigas me llaman les digo: “He estado entre la iglesia y la letrina”, ellas se mueren de risa pues conocen ya la historia.
En días pasados tuve una de las experiencias más tiernas. Era medianoche se estaba quejando, no sé si algo le dolía, pero me levanté, comencé a pasarle suavemente la mano por las piernas y a susurrarle que yo estaba aquí, que se durmiera, la tranquilicé al igual que hacía con mis hijos cuando eran pequeños y sentían miedo o algún dolor.
Cada día cuando le voy a dar su comida, le pongo un babero grande para que no se ensucie, cuando ella siente que se lo estoy poniendo solo dice “ay Dios mío, yo no quiero de eso” y yo le contesto “po uté si va a comer”, ella solo ríe. Al igual que hacía con mis hijos pequeños, entonces le doy su papilla.
Otra de las cosas que hago con ella es poner en la televisión “You Tube” con canciones antiguas, disfrutamos juntas cantando.
Tener conmigo a mi mamá, como me dijo mi hijo mayor, es poder disfrutar de sus últimos años de vida y eso sí que es una dicha.
Atender a una persona mayor es difícil, pero si se hace con amor, resulta fácil. Además, esta tarea me ha sido muy llevadera y placentera gracias a que diariamente mis hijos vienen a hacernos compañía y puedo contar con Norma dos días a la semana, la muchacha que por años ha estado con nuestra familia.
Poder contar con ellos ha sido la gran bendición y sobre todo ha hecho que mi mamá vuelva a sonreír, vuelva a vivir.
No es raro venir a “la iglesia” y encontrar diariamente a mi hijo menor, a su esposa y a su hijo, mi nieto de once años, participando de la misa con ella. Tampoco es raro encontrar a mi hijo mayor repasándole el nombre de sus hijas, nietos y biznietos para que no se olvide de ellos, a su esposa sentada en el suelo “sobándole” las piernas con una crema o recortándole las uñas de manos y pies, así como al pequeño hijo venir cada segundo a darle un beso y decirle “abuela, te amo”.
Tener a mi mamá conmigo, disfrutar de estos años, plantearme un nuevo ritmo de vida, verla cantar, conversar, sonreír, es lo que yo diría “el mejor premio que Dios y la vida me han dado”
¡FELICES CIEN AÑOS, MAMÁ Y GRACIAS POR EXISTIR!