Aquel 7 de octubre de 1941, María Teresa y Nicolás Cela recibían a su hijo Jorge, un pequeño de ojos azules que les hacían recordar el cielo. Como dice Arturo Pérez Reverte "algunos llevan la biografía escrita en la mirada, aunque ya casi nadie mire a los ojos ni sea capaz de leer en ellos". Pues los de Jorge contaban una historia de amor a los pobres, a los pobres de cualquier lugar del mundo, pero especialmente aquellos con los que compartió vida, lucha y fe en los barrios de Guachupita, La Ciénaga y Los Guandules, donde vivió, siendo ya sacerdote jesuita, entre los años 1973 y 2003.
“Cuando la mirada cambia la respuesta es distinta” escribió Jorge hace tiempo para un boletín de SERVIR-D. ¿Dónde aprendió él a mirar? Uno pensaría que donde aprendimos todos: en la familia. Y así fue. Resulta que sus dos hermanos mayores quedaron ciegos muy jóvenes, uno de ellos cuando Jorge nació. Nicolás y María Teresa tuvieron que centrar la atención en aquel hijo que perdía la vista y Jorge, el menor de los hermanos, dejó de ser el centro de atención. Muy pronto aprendió a colocarse en el lugar del otro para incluirlo en los planes de la familia, para describirle lo que los demás estaban viendo, o hacer posible su participación en los juegos de los hermanos. En casa aprendió no a sentir lástima, sino a reconocer en el otro sus capacidades en medio de sus circunstancias.
Probablemente así quedó tatuado en su corazón lo que para mí constituye el principal rasgo de su vocación religiosa: acompañar, compartir, aprender, enseñar, querer, ayudar, incluir a quienes muchas veces son descartados de entrada, considerándolos sus hermanos. Jorge les entregaba su confianza. Para el “…la exclusión y la pobreza no son unos porcientos; son rostros concretos, unas historias, unos nombres, personas, son gente… que los análisis que hacemos (que a veces son demasiado pesimistas) no corresponden con la realidad de compromiso, de generosidad, de ternura que existe en medio de nuestra gente” (entrevista realizada por Ana Mitila Lora en el programa Uno Más Uno de Teleantillas en julio de 2016).
Esto lo aprendió, según él mismo relatara, durante los años que pasó en los barrios de Santo Domingo. Allí le enseñaron a ver el mundo de otra manera y le inspiraron la conversión constante de sus valores, afectos y comportamientos. Jorge parecía no sentirse nunca suficientemente satisfecho, ni con sus esfuerzos por los pobres ni con su modo de creer y servir a Dios. En los tiempos en que trabajó desde el Centro Juan Montalvo, se preguntaba por las necesidades de los niños con discapacidades que no podían llegar a la escuela, de los migrantes indocumentados abusados en sus trabajos o de los ancianos sin protección social. Cuando dirigió Fe y Alegría procuró que la educación de calidad no excluyera a los más pobres de entre los pobres y que mejorara no solo en las escuelas conducidas por Fe y Alegría, sino también en todo el sistema de educación pública del país.
Algunas veces, después de la oración del Padre Nuestro durante la celebración de la misa, le escuché decir: “libranos Señor de todos los males, especialmente del mal del egoísmo”, y pocas semanas antes de partir escribió: “la oración nos recuerda que estamos llamados a hacernos presentes en el camino del que sufre, para acompañarlo, como Él nos acompaña”. Por eso su oración decía “Padre nuestro… hazme sentir hermano de todos y acompañarlos con amor… Tú, que alimentas mi esperanza señalándome la meta en el horizonte: no nos dejes caer en la tentación de cansarnos y líbranos del mal de la angustia y la desesperanza”.
La cercanía de Jorge nos educaba. Nos hacía crecer como personas, nos invitaba a cooperar unos con otros para construir, “en el pedacito de mundo que nos toca, el Reino que soñamos” como él decía. Su inspiración venía del Evangelio, del seguimiento a ese Jesús de quien él dio fiel testimonio y quien le invitaba a ser sal de esta tierra.
Con esta última imagen todavía ilumina, además de nuestro trabajo voluntario, las vidas de las personas que junto a él soñaron un país más justo y solidario. Así como un poquito de sal es suficiente para dar buen sabor a la comida, los voluntarios de todas las causas justas saben que, incluso si no son muchos, pueden hacer la diferencia en la vida de otros, generando nuevas razones para la esperanza, relaciones más fraternas y un sabor nuevo para la vida.
A algunos se les ocurrió que, ante la muerte de una persona apreciada por un jefe de gobierno, debía declararse duelo nacional y bajar la bandera a media asta en los recintos públicos y militares por un par de días. Lo que no se sabe bien es qué hacer para celebrar la vida de quien dedicó su vida a hacer mejor la vida de los demás. Jorge Cela S.J., hubiese cumplido 82 años este 7 de octubre y quizás el mejor modo de agradecer la inmensa suerte de haberlo tenido entre nosotros es soñar un futuro mejor para los pobres y atrevernos a dar pasos para construirlo.