El presidente Ramón Cáceres portando la banda presidencial.

El  importante perfil biográfico publicado en la revista “La Cuna de América” al día siguiente del magnicidio del presidente Ramón Cáceres, cuya primera parte se dio a conocer en la pasada entrega de esta columna, continuaba en los siguientes términos:

Se puso a la altura trágica de los acontecimientos; fue superior al destino armado en guerra.

Con una energía sorprendente contuvo, aisló con una muralla de hierro a la terrible revolución jimenista de la Línea N.O. Merced a sus rápidas decisiones  gubernamentales, Catilina no llegó a las puertas de Santiago.

Era una energía, siempre una gran energía vibrando triunfos…

El 23 de marzo ilumina, como un relámpago de exterminio, el lívido rostro de la República; el gobierno de Horacio Vásquez cae, desplomado, sobre las murallas de la anhelada Ciudad Primada.

Ramón Cáceres, a pesar de que sigue dominando en el Cibao y de que la Revolución de la Línea N.O. se apagaba moribunda, es arrastrado, no obstante sus protestas, por la derrota.

Está en la peña pobre: en el exilio. En el curso de su azarosa vida ha aprendido a dominarse: ha encauzado la catarata de sus pasiones. Triunfó de sí mismo. Sus horizontes intelectuales se amplían, gracias a la diaria lectura y al continuo roce político social.

Los árabes, dice Lamartine, se educan, llegar a ser unos sabios, a causa de las perennes conversaciones que sostienen debajo de sus tiendas.

Lo que sucede en las arenas moabitas, sucede en la política dominicana. Cada hombre lleva en su rostro un libro abierto…Hay libros pérfidos, oscuros, sombríos; en otros salta la lealtad, la abnegación; aquel es un libro de sabiduría, de bienhechoras enseñanzas; también el amor a la patria, la caridad del Cristo suele perfumar algunos modestos libros que se van por la vida derramando mansedumbre…

El Gral. Ramón Cáceres leyó, aprendió grandes cosas en esos movedizos libros humanos. Aprendió la difícil ciencia de penetrar en los corazones…

Doña Narcisa Ureña Vda. Cáceres (Doña Sisa), en foto de juventud.

Ya es un hombre superior. Más tarde, horacistas y jimenistas se coligan para derribar al gobierno de Woos y Gil. Cosa de un momento. Pero las fuerzas coligadas, las dos corrientes políticas que convergen en una poderosa tendencia dinámica a un mismo vértice, a un mismo fin, llevan dentro de sí los gérmenes de la discordia, poderosos odios empapados en sangre, y chocan, se repelen y vuelven jimenistas y horacistas a luchar espantosamente. Cuanta sangre! Santo Cielo! Cuanto odio!

En todas las comarcas del País, aún en las más pacíficas, las pasiones chocaron enfurecidas, y la infeliz República se convirtió en un horrible cementerio.

Los espíritus más cuerdos creyeron, en esos luctuosos instantes, que el horacismo perecería.

Los jimenistas eran los más: pronto ocuparon, con excepción de la Capital, las ciudades principales, derramaron sus poderosas huestes por todas partes.

Sin embargo, los hombres de acción, los más denodados, militaban en el horacismo.

El Gral. Cáceres abandonó a Santiago de los Caballeros; reunió a sus partidarios en el Cucurucho; desafió, nuevo Scander- Beg, la borrasca jimenista desde la salvadora montaña septentrional; y, colaboró a la toma decisiva de Puerto Plata.

Si hubiera sido un general adocenado, descansa en Puerto Plata, sobre los laureles conquistados, sobre las delicias de Capua.

Pero no; su infatigable tesón no mide obstáculos ni cuenta enemigos.

Como un rayo se precipita, burla los comandos jimenistas, los deja a la retaguardia, entra y toma a Santiago de los Caballeros, y deja a sus enemigos sin base de operaciones, sin la ciudad-llave del Cibao.

Más tarde, cuando la guerra había llegado a su máximo período de ardor, sostuvo el célebre sitio de Santiago, en los días santos, con un puñado de hombres.

Se peleó en los patios, en las calles, en las esquinas, en las casas. La avalancha jimenista crecía más y más, engrosada con los afluentes de partidarios que brotaban de los campos.

La línea N.O vomitaba hombres sobre Santiago. Sin embargo…triunfó Ramón Cáceres.

Después de un cruento e incesante batallar, el horacismo imperó en casi todas las regiones de la República.

En las elecciones fue nombrado Presidente el ciudadano Carlos F. Morales Languasco y Vice-Presidente Ramón Cáceres.

El hombre que derribó al viejo régimen el 26 de julio, tuvo la paciencia de esperar.

No anhelaba la Presidencia ni le convenía. Los mayores prestigios tenían que gastarse en el gobierno.

El feudalismo, el caciquismo era el señor de la horca y cuchilla.

En cada provincia reinaba un cacique, igual en poder a cualquier duque o conde de los tiempos medievales.

No existía la unidad gubernativa: estábamos en plena etapa feudal: en la evolución política social no habíamos llegado al centralismo.

Fue el período presidencial de las luchas palaciegas; de los múltiples encuentros entre el feudalismo y el poder central.

El general Cáceres luchó a brazo partido por calmar las pasiones desbordadas, por contener en sus justos límites, las ambiciones de ambos contendientes.

Evitó enérgicamente, en diversas ocasiones, la caída del Presidente Morales. No quería llegar al poder por medio de un pronunciamiento, de una revolución.

No deseaba cortar el nudo gordiano con una cuartelada; si cruzaba el Rubicón empujados por los disidentes, éstos, en lo porvenir, por la ley histórica de los fatales precedentes, se volverían contra él.

Pensó clarividentemente, y obró con una gran lealtad. Esa es una de las páginas más brillantes de su agitada historia.

La renuncia del Presidente Morales llevó a Ramón Cáceres, no embargante su gran repugnancia, al poder.

No iba a descansar sobre un lecho de rosas. El porvenir se presentaba sombrío, amenazador, lleno de traidoras sirtes.

Tenía que luchar con el caciquismo cada día más poderoso, cada día más exigente.

Comprendió, como Richelieu, que había que matar al feudalismo, que había que anular los Montmorency, a los Cinq-Mars de la patria dominicana, para poder llegar a la unidad política.

Un instrumento de gran trascendencia le ayudó en el logro de su finalidad: la Convención.

Bregó, batalló, pasó como una borrasca sobre la línea N.O., fue duro, a veces, en su vía de pacificador de una sociedad tumultuaria; pero hizo la paz en la República, apoyó a los organizadores de la administración pública.

 

Grandes obras se estaban realizando en estos últimos dos últimos bienios. Se construían carreteras, ferrocarriles, muelles; se fundaban escuelas; se protegía decididamente al elemento intelectual; se favorecían las inmigraciones; y la prensa gozaba de una comedida libertad de pensamiento.

Todo ese aliento formidable de progreso ha sido detenido por la trágica muerte de Ramón Cáceres, allá en la carretera blanca, a la hora en que todo se hunde en la sombra, en que las esquilas sollozantes del mes de Noviembre dejaban caer sobre las tumbas todo el dolor que los vivos sienten por sus muertos.