Días atrás resurgió en mi memoria una historia que solía escuchar en mi pueblo. Creí que la había olvidado, pero, obviamente, no fue así.  Ahora la recuerdo detalladamente, creo que desenterrada por las desastrosas complejidades de “Punta Catalina”. Se trata de un elefante varado que vivió en Puerto Plata (un querido primo, mayor que yo, confirmó la veracidad de los hechos).

Un circo itinerante atracó en el muelle atlántico y levantó carpa en un descampado cercano al puerto. Llegaron escasos de dinero necesitando crédito de los proveedores locales para iniciar los espectáculos. La asistencia fue escasa y a los tres días el circo declaró quiebra. Solventaron algunas deudas vendiendo los perritos saltarines, un mono, la carpa, algunas bicicletas y otras parafernalias que interesaron a la gente. Sin embargo, nadie quiso comprar a “Dandum”, el elefante equilibrista.

Gracias a la bondad de mis abuelos paternos, al gigantesco animal se le permitió pastar en unas tareas desocupadas frente a su casa, al pie de la loma Isabel de Torres. El favor al ayuntamiento y al administrador del circo estuvo condicionado al retorno del barco el mes siguiente, cuando recogería al animal, al administrador, a la cantante y al jefe de payasos. Los dos hombres y la mujer se hospedaron en una pensión de mala muerte.

El elefante, sin cobertores multicolores ni pedrerías, privado de su maquillaje azul y amarillo con el que salía a escena, lucia viejo, triste y enfermizo. El maltrato del cautiverio y de una vida ajena a su naturaleza era inocultable. Su color era más negro que gris. Los primeros días, exhibió buen comportamiento: visitante excepcional y pacífico del que los lugareños disfrutaron. Extasiados, observaban como se llevaba con la trompa yerbas y arbustos a la boca. Succionaba agua de una pequeña poza mientras sacudía sus enormes orejas. La verja de alambre que circundaba la parcela era sólida, manteniendo seguridad y prudente distancia.

Al quinto día, el público dejó de concentrarse en la cantidad de alimento que consumía el exótico ejemplar, fijándose asombrados en sus defecaciones y micciones.  No habían visto nada igual, ni entre los grandes toros de la finca de los Batlle. Expulsaba cantidades descomunales de orina y estiércol (un elefante defeca 50 kilos de estiércol diaria y galones de orina).  Allí donde arrasaba lo verde, dejaba impresionantes montículos de excremento y metros de terreno calcinados por el amonio. El coloso en pocas semanas incrementó su peso y tensó los músculos abdominales, que fueron capaces de propulsar a gran distancia flatulencias de fetidez desconocida, llevándose de encuentro el apetito de los vecinos. Se tornó agresivo, arremetía contra la verja queriendo escaparse. De seguro pasaría por encima a todo lo que encontrara por delante. Su barrito estruendoso atemorizaba día y noche los alrededores.

Transcurrieron dos meses y mi abuela fue a quejarse al ayuntamiento, el alcalde se quejó con el administrador del circo y este llamó al capitán del barco. El capitán del barco aseguró que en una semana estaría atracando nuevamente en Puerto Plata.  Llegaron a considerar el sacrificio de la bestia, propuesta que bloquearon los del circo, pensando en que todavía serviría para sacarle dinero en otra carpa. Se crearon comisiones de colindantes. El paquidermo no cesaba de emitir ventosidades desnaturalizando la atmósfera, ni de cubrir de excremento el terreno. ‘La del carajo”, dijo el mayoral de la finquita, aterrorizado por la furia y el mierdero que ocasionaba aquel “elefante de Tarzán”.

Casi tres meses después de la llegada del circo, a las dos de la madrugada, desgarrando el silencio de esas horas, se escuchó un grito continuo, amplio, descomunal, lacerante. Un lamento de coloso adolorido que encogió de miedo a la gente del “pie de la loma” y cercanías de la ciudad. Duró unos cinco minutos el grito, cesando repentinamente. Temiendo lo peor, pocos volvieron a dormir.

Al otro día, colando café, notaron que el aire recobraba sus aromas campesinos y la tranquilidad volvía a relajarlos. Cuando mi abuela salió al balcón no pudo ver al elefante en la parcela. Avisó al mayoral. Juntos descubrieron en una esquina de la verja, la que miraba al mar, una horripilante mancha negra. El paquidermo abandonado había muerto, probablemente de un reventón.

Puede que mi memoria haya querido regalarme una metáfora para aplicar a los entuertos de Punta Catalina; probablemente por eso recordé esa historia olvidada. Quizás lo del circo, con su elefante varado, se parezca al rompecabezas escandaloso de la gigantesca planta eléctrica que comenzó quebrada, contaminando el aire y el mar, y ahora amenaza con convertirse en catástrofe nacional.