En su novela "El túnel", Ernesto Sábato decía: «La frase "Todo tiempo pasado fue mejor" no indica que antes sucedieran menos cosas malas, sino que —felizmente— la gente las echa en el olvido». La perspectiva actual nos confronta con la penosa realidad de que es posible que no nos alcance el tiempo para echar en el olvido mañana las cosas malas de hoy.

Con frecuencia me comunico con amistades y familiares en diferentes partes del mundo y, casi de manera unánime, observo que no hay un rincón del planeta donde los problemas actuales no sean urgentes.

Según el Informe sobre Desarrollo Humano 2021/2022 del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), el 90 % de los países experimentaron un retroceso en su desarrollo humano en 2020, la primera vez que esto ocurre desde que se comenzó a medir en 1990.

Los problemas actuales son problemas de extrema urgencia que deben resolverse de inmediato, pero enfrentamos el hecho de que el mañana es hoy. La incertidumbre que afecta a la mayoría de la población mundial es desconcertante. Los jóvenes de hoy se encuentran en un momento histórico en el que pueden ser la última generación capaz de decidir su propia supervivencia. Si queremos sobrevivir, es crucial que esto quede claro en la mente de todos los jóvenes del mundo.

El aparato militar-industrial alimenta guerras interminables, mientras las víctimas colaterales de estos enfrentamientos son relegadas al olvido por una narrativa que glorifica la agresión y deshumaniza al otro.

La convulsión que asola a las sociedades contemporáneas refleja un sistema económico y político profundamente defectuoso. La creciente desigualdad, la erosión de la democracia, la crisis climática y la expansión de la violencia y el odio son síntomas de un malestar estructural que afecta a gran parte del planeta.

Hoy, las élites económicas concentran una riqueza sin precedentes, mientras vastos segmentos de la población luchan por satisfacer sus necesidades básicas. El informe de Oxfam de 2023 revela que el 1 % más rico de la población mundial posee más del doble de riqueza que el 99 % restante. Esta desigualdad no es solo una cuestión de disparidad económica, sino de poder: quienes ostentan la riqueza manipulan las instituciones políticas y sociales para perpetuar su dominio, erosionando la democracia misma. El Índice de Democracia de The Economist Intelligence Unit muestra que, en 2022, solo el 8.4 % de la población mundial vivía en democracias plenas.

La crisis ecológica y el clima de violencia y odio que se extiende por distintas regiones exacerban aún más el sufrimiento global. El informe del Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC) de 2022 advierte que los impactos del cambio climático son generalizados e intensificados, y que algunos son ya irreversibles. Los conflictos bélicos, la persecución y la intolerancia son expresiones de una humanidad desgarrada, donde las diferencias se convierten en odio y las necesidades insatisfechas en violencia.

El Instituto para la Economía y la Paz estima que el costo económico de la violencia en 2022 fue de 16.5 billones de dólares, equivalente al 10.9 % del PIB mundial. El aparato militar-industrial alimenta guerras interminables, mientras las víctimas colaterales de estos enfrentamientos son relegadas al olvido por una narrativa que glorifica la agresión y deshumaniza al otro.

Ante este sombrío panorama, se alza una crucial interrogante: ¿cómo abordar estos desafíos titánicos? La respuesta radica en la movilización social, la reinvención de nuestras estructuras de poder, la participación real de los ciudadanos en las toma de decisiones de los gobiernos y la implementación de políticas de justicia y sostenibilidad. Definitivamente, este sistema ha llegado al punto de ser incompatible con la supervivencia de la sociedad humana organizada y es urgente un nuevo pacto social.