El fondo de ayuda social o de gestión provincial, llamado Barrilito, también denominado cofrecito, sigue tan campante como el whisky aquel. Si bien algunos legisladores, como el senador Antonio Taveras y el exsenador Eduardo Estrella, el exdiputado José Horacio Rodríguez y el diputado Pedro Martínez, estos últimos dos de Alianza país, en su momento, renunciaron a dicho fondo, Antonio Marte, actual senador repitente, llegó a decir, casi al inicio de su primera gestión como legislador, que todo aquel que no quiera el dinero del Barrilito que se lo de.

Me imagino la presión que tienen los diputados y senadores para resolver los problemas urgentes de salud, alimentación, mortuorios, educación y en todos los ámbitos de cada una de sus localidades. De hecho, a pesar del mal uso que en muchos casos legisladores les han dado a dichos recursos, cuestionándose incluso la pulcritud en su manejo, entiendo que hay congresistas que pueden dar cuenta del uso correcto de dichos recursos, lo que no justifica en modo alguno su mantenimiento, por la distorsión institucional que entraña, sin perjuicio de las imputaciones de uso antojadizo y desviado de estos.

Lo que no podemos negar es que dichas palabras son parte de nuestro vocabulario.  Sin entrar en el uso político, para fines electorales de dichos fondos, lo que plantea desigualdades entre los legisladores en ejercicio, que aspiran a su reelección, y los que desean serlo, lo cierto es que, aún manejados con pulcritud, los legisladores, en su gran mayoría, desarrollan con dichos recursos una labor de asistencia e inversión social que corresponde, exclusivamente, a otro poder del Estado, que lo es el Poder Ejecutivo.

Con una asignación fija por cada legislador, solo con una interrupción de dos años en la Cámara de Diputados, durante la gestión en la presidencia de dicha cámara de Abel Martínez (2014-2016), desde 2006 los legisladores hacen un uso discrecional de esos recursos, lo que le quitó, en parte, la presión que tenían los presidentes de la Cámara de Diputados y del Senado de la República, al tiempo que le garantiza a cada legislador la estabilidad del ingreso para resolver sus problemas clientelares y hasta los sociales, en muchos casos.

De esto he escrito desde el nacimiento deforme de dicha criatura congresual y la primera pregunta que me he hecho es si el Congreso Nacional tiene, entre sus atribuciones, la de ejecutar programas sociales y resolver problemas que competen al Poder Ejecutivo. Las tareas propias del congreso, según nuestra Constitución, son las de legislar, representar y fiscalizar, por lo que el barrilito, o como se le llame, califica como una intromisión del Poder Legislativo en los ámbitos que son competencia del Poder Ejecutivo y, en consecuencia, una usurpación de sus funciones.

¿Cómo puede el Congreso Nacional fiscalizar al Poder Ejecutivo si él mismo le quita recursos que este último debe emplear para realizar las labores que son únicamente de su competencia?  Si los legisladores tienen tanta vocación de servicio, cosa que no dudo en muchos, ¿por qué el gusanillo del servicio social sólo les come cuando desean permanecer, llegar o volver a las curules? ¿Por qué no emplean sus recursos personales para la realización de tales labores?

El barrilito no es inconstitucional solamente porque constituye un privilegio irritante a favor de los legisladores y en perjuicio de la igualdad que debe primar frente a los demás competidores en un certamen electoral; sino que constituye una peligrosa práctica de incursión en el terreno de otro poder del Estado, al  tiempo que distorsiona las  funciones propias del primer poder del Estado y lo inhabilita para ejercer las funciones de fiscalización de los demás poderes del Estado, lo que también califica como un crimen contra la Constitución misma.

Lo más grave es que el barrilito, el cofrecito, las cubetas, los galones y las botellas son una manifestación de una caricatura del Estado. ¿Cómo pueden los legisladores aprobar la Ley que establece el Presupuesto General del Estado y fiscalizar el cumplimiento de la misma, siendo ellos beneficiarios del mismo? El aprobarse un presupuesto particular es un mecanismo que delata un clarísimo conflicto de intereses  e inhabilita a quienes empleen dichos recursos aprobados en su favor, lo que puede tipificar, entre  otros crímenes propios de los funcionarios y autoridades públicas, como el cohecho y  la prevaricación, siendo pasibles  los legisladores de ser sancionados con la degradación cívica, pues el mandato de los legisladores es el de actuar en interés  de los representados, esto es de representarlos, de ser  canalizadores e intermediarios del pueblo.

La crisis de legitimidad -crisis de soberanía, para Carl Schmitt-, que muchas veces se atribuye que padece el Congreso Nacional, tiene su fuente precisamente en estos factores que distorsionan la democracia. Tan sencillo como que los garantes de la equidad generan y practican la desigualdad de trato, tan censurable constitucionalmente, como ocurre con la reelección indefinida de congresistas, valiéndose de los recursos del mismo Estado. La reciente reforma constitucional pretendía solo la reducción de unos cuantos diputados, pero el presidente de la República, promotor de dicha modificación, ya realizada, no pensó en la reelección de los senadores y diputados, mucho menos los propios legisladores. Sin embargo, nadie habló de ello, por lo estamos en el terreno del paraíso perdido (Milton), es decir la oportunidad desaprovechada.

Quienes están llamados a realizar labores de inspección, fiscalización, revisión e interpelación del Poder Ejecutivo, para verificar si los fondos y asignaciones presupuestarias para asistencia social, para la ejecución de programas de educación, salud, viviendas, seguridad, infraestructura, entre tantos, se están ejecutando óptimamente, compiten con el sujeto de fiscalización en todos esos programas, incursionando en labores extralegislativas y contradictorias con la función.

¿Cómo pueden un Senador y un Diputado realizar sus labores y funciones de contrapeso frente a las actuaciones del gobierno central? ¿Con qué niveles de independencia y vigilancia puede actuar un legislador que, en lugar de legislar en beneficio de los intereses de la nación, lo haga en su propio provecho o para sus fines políticos, por muy altruista que sea?

Insisto, los recursos de amparo y de inconstitucionalidad exitosos pueden detener y acabar con este atentado contra la vida institucional del país y la pervivencia del principio del Estado de derecho. ¿Alguien se anima?