“Saber es el pensar de un Dios desmemoriado / que tiene que inventarse continuamente el mundo”. Franklin Mieses Burgos
Filosofar es una actividad pasada de moda. Quien se aventura en el intrincado mundo del pensar sabe que se considera desfasado a todo aquel que no hace alarde de conocer dos o tres frases que habrá de repetir hasta el cansancio. Ahora, el mínimo esfuerzo, es la ley en esta selva. Las ideas quedaron hace tiempo petrificadas. Hoy creemos ingenuamente haber inventado de nuevo la pólvora por el simple hecho de citar con acierto a tal o cual pensador.
Los filósofos modernos contemplan a distancia la existencia encaramados en lo alto de un escaparate. Dogmatizan con tibia y cómoda vaguedad reproduciendo aquello que supuestamente pretenden negar. Es especialmente decepcionante pertenecer a un tiempo en el que lo novedoso y a su vez asumir riesgos, ha dejado de existir. Nos basta con vestir las plumas de un pavo real para conquistar el Ágora y a todos sus miembros.
Vivimos inmersos en un extraño cuarto de espejos. Nuestra imagen reflejada hasta el infinito nos permite contemplar personajes satisfechos, grandilocuentes, orgullosos de sus convicciones y de su vacuo decir. Sin embargo cualquier duda expresada en voz alta, el simple cuestionamiento de una idea planteada por aquellos que se erigen en gurús, nos hace quedar fuera del sistema, arrojados del mismo por esclavos rendidos a sus pensamientos. En otras palabras asistimos impávidos a un mundo de reos, hombres con grillete en cuello que –equivocados en su vanidad de erigirse en nuevos diletantes de cualquier foro– confunden las cadenas con alas en el firmamento.
Los nuevos Adanes del pensamiento no se cuestionan ni formulan preguntas. Hablan como ventrílocuos mediante certezas que no les pertenecen. Defienden sin debate posible palabras de otros, les falta cuestionarse con la insolente frescura del adolescente que lo pone todo patas arriba. Una isla no puede darse el lujo de tener el cielo copado de agujeros negros, de planetas girando siempre en torno a sí mismos. A menudo me parecen jóvenes recitadores de viejas canciones sin gracia, siempre solemnes y sin un ápice de atrevimiento en las venas.
Es bien sabido que el universo es impulsado por la colisión de los astros, enormes explosiones que devienen en luz. En nuestro paso por este mundo estamos condenados a elegirnos agujero negro o rutilante estrella en el firmamento. Es penoso el drama que vivimos. Si de algo estamos necesitados es de hombres y mujeres que reinterpreten y den un sentido nuevo al cielo y al infierno. Se hace pues imprescindible un nuevo Dante que nos concite a despertar, que nos guíe en el paseo por los distintos círculos de esta falsa sociedad. Alguien que nos muestre, con escalpelo crítico en la mano, que todo está aún por hacerse; que los dioses no se duermen de puro tedio en el Olimpo y que nunca pasará de moda el hecho de pensar y reinventar la realidad.