«Encorvando mi columna, me hundí de nuevo en el mundo de la noche». Anota Cziffra en su autobiografía Cañones y flores, cuando mandó al olvido —más lejos, quizás— a los grandes compositores y mejor se puso a tocar en antros que, con el milagro de su música, parecían menos sórdidos. ¿Quiso seguir los pasos del padre, al que llamó artista de cabaret, como diría cualquier psicólogo improvisado?

Ahora mismo, al intentar acercarme a la vida del excepcional Gyorgy Cziffra, entro en este juego, arriesgado, divertido, de escribir sobre lo que desconozco. Lo más fácil sería culpar al azar, decir, por ejemplo, que andaba cerca la Casa de la Música (la joya más reciente del parque de la ciudad de Budapest, cuyo edificio ha sido premiado por arquitectos y urbanistas por innovador, colorido, funcional, etcétera) y decidí darme una vuelta, no por sus salas sonoras, sino por los rincones de su tiendota.

No obstante, estaba llena de curiosos y la fila en la única caja era bastante larga. Empecé entonces a vagar por el vestíbulo donde descubrí la historia de un niño que tocaba el piano como nadie. Luego supe que se trataba de Gyorgy Cziffra y que su padre, de orígenes gitanos, amenizaba los lánguidos tugurios de París, hasta que al gobierno de allá, le dio por ponerlo en la prisión y «regresar» a los demás a Hungría…

Por eso el pequeño Gyorgy nacería en Budapest, en 1921 y claro, por eso vivió de manera precaria, por decir lo menos. Ya sabemos que la vida da sorpresas, como dice una canción y el mismísimo General De Gaulle habría de darle la ciudadanía francesa. Quiero imaginar que en la ceremonia, saturada de elogios y honores, olvidó mencionar palabras como deporte de deportar, separaciones, cárceles, enemigos, gitanos y prefirió las fáciles como: virtuosismo, elegancia, genialidad…

Volvamos a ver a ese niño y a ese primer piano, juguete que sólo usa la hermana mayor. Él la imita y aprende viéndola. No necesita de partituras, por eso mientras toca, improvisa; mientras improvisa, sorprende; mientras sorprende, le aplauden en circos; mientras le aplauden, gana dinero y mientras, la economía familiar está menos maltrecha. Luego, lo rescatan de tales espectáculos e ingresa a la Academia Franz Liszt hasta que en 1941, tiene que enrolarse en el ejército, termina en el frente ruso y es hecho prisionero de guerra.

No será su única estancia en el Hotel Barrotes. Tiempo después será sorprendido antes de alcanzar la frontera austriaca y… Sin embargo, son legendarios los conciertos que dio allí dentro, ¿hay o había pianos en las cárceles húngaras y además, autorizaciones burocrático-carcelarias para tocarlos? No obstante, su talento no fue suficiente para excluirlo del trabajo físico, no sé si tuvo que picar piedra, levantar bultos de cemento o hacerle al albañil, la genialidad no se merma con labores pesadas, pero ¿y las manos, instrumento esencial para cualquier pianista?

En octubre del 56, no sé si antes, durante o después de que los soviéticos mandaran sus amistosos tanques para calmar la revolución popular, don Gyorgy y su familia pudieron, por fin, escapar. Primero a Viena y después a Francia. Ovaciones, elogios al por mayor, que si Chopin y Liszt renacen como nunca, vaya sutil interpretación, inigualable, mágica…

Más tarde, seguirá los consejos de André Malraux, ministro de Cultura en aquellos días, y adquiere una antigua iglesia, la Capilla Real de San Frambourg, en Senlis, en la región de Picardie.

En esta capilla el músico húngaro estableció la fundación que lleva su nombre. Moderna y clásica a la vez, puesto que es un monumento histórico del siglo X, aunque sus vitrales azules no nos muestran imágenes religiosas sino las formas juguetonas de Miró. Un lugar con encanto para presentar a un nuevo pianista, una virtuosa del violín, un cuarteto de chicas…