Hace unos cuantos años vi dos conciertos en televisión de dos cantantes que me robaron el corazón: Raphael, en “Raphael sinfónico”, en el Teatro Real de Madrid, y Cristian Castro, en “Tributo a José José”, en México.
En ambos casos algo llamó grandemente mi atención: Raphael interpretó la canción “Cuando llora mi guitarra” acompañado por un joven guitarrista y Cristian Castro que en su concierto fue acompañado en dos canciones por un pianista, que a su vez fue el director de la orquesta sinfónica que lo acompañó durante todo el concierto.
¿Qué llamó mi atención? La sintonía de emociones entre los cantantes y sus acompañantes. Observar los rostros de ellos fue para mí emocionante. Había una complicidad en sus rostros, un sentimiento digno de admirar.
Pensé que eso, para mí, solo había ocurrido en estos dos grandes, pero no.
Mi hijo menor la semana pasada me envió una fotografía de mi hijo Luis Augusto acompañando con su violín al gran Danny Rivera, imagino que interpretando “Madrigal” que es la canción en que se luce un violín acompañando al cantante.
Mi hijo es mi músico favorito (obvio) y Danny Rivera es mi cantante predilecto.
De mi hijo diré que lo he visto cargar el violín desde los seis años cuando le regalé de cumpleaños su primer instrumento, aunque no fue hasta los once que ya lo tomó como modo de vida.
De Danny puedo decir que he suspirado, he soñado, he vivido momentos de ilusión, de amor, de desamor. Me puedo remontar a los años 1971, 1972 y demás en esa época en que iba a un restaurant italiano en la Arzobispo Nouel, en donde hoy funciona una librería, pero que en ese entonces se encontraba “La Tabernetta”, era un espacio pequeño, muy hermoso. Estar comiendo o cenando y escuchar como música de fondo siempre la canción “Amada amante” y otras con esa voz dulzona, cálida y cercana que llegaba al alma.
Solamente he ido a ver a un cantante en mi vida. Fue un regalo de cumpleaños, hace ya muchos, en que mi hijo me sorprendió, pues sabía lo mucho que me gusta Danny, fue en el Maunaloa. Después de eso, creo no hay regalo que lo supere, ni me impresione. ¡Fue lo máximo!
En esa foto, hay algo que me ha llenado de emoción, que me hace soñar. No he dejado de mirarla desde el momento en que la vi. El lente del fotógrafo Pedro Bonilla fue capaz de captar un momento que se da una sola vez en la vida. Creo que se necesita ser un artista para plasmar en un papel un segundo como ese.
La conexión de músico y artista es indescriptible. Las palabras sobran, bastan las miradas. Cada uno muestra la satisfacción del momento. Uno sacando la belleza de su voz, pero sintiendo las notas salidas de ese violín, el otro ejecutando un instrumento, pero viviendo el sentimiento en la voz del otro.
Le pedí a mi hijo que publicara en su Facebook esa fotografía, él que trata de complacerme en casi todo, aunque muchas veces en contra de su voluntad, lo hizo y las manifestaciones de tanta gente, sobre todo de los músicos compañeros, no se hicieron esperar, fue una sola aprobación. Y es que esa foto habla por sí misma, lo dice todo, pero más que eso dice cuando entre músico e intérprete existe esa aprobación, identificación y sintonía del amor.