I. Prólogo. Homo sapiens es de naturaleza extremadamente compleja. A diferencia de otras tantas especies del reino animal, goza de imaginación y de inteligencia, tan desarrolladas como evolucionadas. No obstante, a semejanza del resto de especies animales, sufre de temores.
En su pasado arqueológico, no histórico, no está registrado que temiera ni siquiera a los grandes de aquellos entonces, esa retahíla -no primos, pero quién sabe si tatarabuelos evolutivos de Adán y Eva- de esos dinosaurios cuyas huellas aparecen por igual en Dewars Farm, Reino Unido, o en la Patagonia, Argentina, luego nada más y nada menos que hace aproximadamente 166 millones de años.
Broma aparte, el punto es que tenemos miedo, como buenos miembros del reino animal. Tememos, instintivamente, por aquello de que “primero vivir, luego filosofar”. Dicho de forma más prosaica, rehuimos ser la cena de otro animal, por insigne que este pueda ser y, por añadidura, devenir siervos o esclavos sometidos al poder de cualquier otro. Además, por añadidura, ahora en la actualidad de Sapiens, lo novedoso es su miedo a algo hechura de su propia inteligencia: una entidad artificial, carente de vida, pero con un potencial transformador sin precedentes.
II. El quid de lo humano. Los humanos, no tenemos la exclusiva en lo que se refiere a valernos de herramientas o desarrollar sistemas culturales. El quid que nos diferencia de forma abismal a otras especies es, según el antropólogo estadounidense, Thomas Morgan, nuestra capacidad de mimetismo y adaptación a diversos entornos socioambientales.
Mientras otros animales se ajustan a su entorno, los humanos lo transformamos. Los dinosaurios, por ejemplo, dominaron la Tierra durante siglos gracias a su fortaleza, pero fueron incapaces de desarrollar un sistema cultural para sobrevivir en condiciones adversas. Solo nosotros hemos aprendido a aprovechar el conocimiento acumulado para innovar y moldear nuestro mundo, según nuestras necesidades.
A diferencia de cualquier otro competidor, cada generación humana ha sabido -hasta prueba en contrario- aprovechar el conocimiento previo para innovar y construir un mundo más sofisticado y adaptado a la satisfacción de sus ambiciones y necesidades. Gracias a la acumulación cultural Sapiens, digámoslo tal y como reza el castigo bíblico, ha estado condenado a dominar el planeta tierra y dar forma a su mundo de maneras absolutamente inimaginables para otras especies.
En conclusión, el verdadero secreto del dominio temporal de la humanidad no reside en la fuerza de sus bíceps ni de sus utensilios, sean estos de guerra o no; tampoco en su portentosa inteligencia e indomable voluntad. Todo eso ayuda, por supuesto, aunque no por tanta necesidad, deja de ser insuficiente. El éxito evolutivo de Sapiens reside en su capacidad social de imaginar y propiciar un futuro ilimitado, confiado y pleno de fuerza de voluntad y de esperanza.
III. La carrera hacia la extinción humana. El miedo a que la inteligencia artificial (IA) reemplace al ser humano es un tema ampliamente discutido y provoca muchas preocupaciones en diferentes áreas. De hecho, ese miedo genérico deviene temores.
- Al reemplazo laboral. Se advierte que la IA podría desplazar la mano de obra humana en mayor proporción a las oportunidades laborales que genere.
- A la pérdida de control. Nick Bostrom y otros tantos autores temen que, al mejorar la IA, los humanos perderemos el control sobre las máquinas. En particular, con el concepto de unaIA superinteligente que podría actuar de manera autónoma, sin la supervisión humana.
- Al impacto ético y moral. La IA plantea dilemas éticos, como el riesgo de que sus decisiones no se alineen con los valores humanos.
- Al fenómeno reflexivo. Existe en el presente un debate sobre si la IA podría, en algún momento, adquirir conciencia, emociones o una forma de "humanidad".
En general, los miedos a la IA reflejan una mezcla de ansiedad por lo desconocido, temor a perder el control humano de los procesos y la preocupación de que nuestra especie sea reemplazada por una creatura nuestra, pues al fin y al cabo -hasta prueba en contrario- la artificialidad de nuestra inteligencia no es ni más ni menos que un utensilio a nuestro servicio.
Por demás, que no se diga que los que tanto miedo tienen son gente timorata que no sabe de qué habla. Autores de la talla de Yuval Noah Harari advierten que la IA, más que por sus capacidades técnicas, representa un peligro por su potencial para permitir una vigilancia total y erosionar la libertad humana. Avanzando por ese atajo, “la humanidad está más cerca que nunca de aniquilarse a sí misma” (Harari). Incluso Bill Gates, pionero de la revolución digital, ha debido reconocer que la información, sustrato tomado de la mano por la IA, está por convertirse en un factor perverso para la humanidad.
No obstante, conviene recordar de inmediato ahora mismo que ninguna tecnología es perfecta ni intrínsecamente maligna. Su impacto dependerá de cómo decidamos gestionarla. No todos los impulsores de la IA, estén en Silicon Valley, China o allende, son malvados intrínsecamente o exclusivamente pretenden desvirtuar el ingente potencial de mejoría que esa artificialidad representa para la prole de Sapiens.
La clave de todo ese concurso de preocupaciones y amonestaciones respecto a la ingobernabilidad de la IA y sus adversidades reside en cómo decidimos gestionar el desarrollo y uso de la IA. No es lo mismo ni se escribe igual, promover dicho desarrollo estableciendo una línea de Pizarro entre las decisiones de los usuarios humanos y las del algoritmo; que, sin Rubicón por medio, fomentar su uso confundiendo ambos confines.
Debido a lo anterior, el comportamiento humano ha de alinearse con principios éticos que sirvan como complemento indispensable de cada ser humano; es decir, jamás como sustitutos de los mismos, ni de sus civilizaciones ni sistemas culturales.
IV. La dimensión ética de la IA. Dado que, en la historia universal, la IA es el primer utensilio, capaz de tomar decisiones de forma autónoma y generar ideas, problemas y soluciones, la siguiente pregunta cae de la mata por pura ley de la gravedad lógica. ¿Estamos preparados para las implicaciones de tal fenómeno?
La respuesta es sí, siempre y cuando estemos dotados de una brújula ética para no extraviarnos en el camino.
En un ensayo publicado en cuatro entregas -entre abril y junio del año pasado, en el Listín Diario- expuse “el ABCD ético de la IA”, a partir del principio y fundamento de todo discernimiento humano que esté avalado y soportado por el instrumento y el algoritmo que sea: las máquinas, indistintamente de su tipo y ámbito de incidencia, no son necesariamente buenas o malas, tal y como reconoció entre otros el economista David Ricardo.
Con ese solo fundamento, la marea de temores del Sapiens es navegable. El norte ético de la IA solo puede ser uno, de conformidad de su finalidad: contribuir a hacer y difundir el bien, -de manera que, a más bonanza, mejor. Y, claro está, el sur queda en dirección opuesta, en particular, cuando uno es llevado por el laberinto oscuro de las redes sociales: no valerse de la IA para “engañar” (Adela Cortina), falsear villas y castillas, prometiendo o disimulando lo irreal e imposible.
Cierto, el uso de la IA no es asunto inocente ni de inocentes. No obstante, no hay razón para excluirlo del porvenir de Sapiens. Suficiente con solo atenernos a esas dos direcciones de raigambre ética, hacer el bien y evitar el mal, a la hora de tomar mejores decisiones que enderecen y corrijan, cuantas veces sean necesarias, nuestra propia capacidad de experimentar y descubrir los nuevos senderos del porvenir.
Atrás quedan las prístinas versiones del fuego y de los utensilios óseos en los albores de la humanidad. La IA, -en tanto que nuevo fruto no natural del intelecto humano-, se mantendrá en el ámbito de su programada utilidad artificial, siempre y cuando permanezca circunscrita al bien y a la felicidad a las que aspira todo lo que es, decide y actúa de conformidad con la razón de ser de la condición del H. Sapiens. Ese solo estado o condición supera -con creces- sus miedos y falencias.
Por ende, en la medida en que a la IA se la mantenga libre de prejuicios políticos, así como de intereses unilateralmente comerciales y bélicos, -como acaban de proponer líderes mundiales y portentos tecnológicos reunidos en la Ciudad de las Luces- no hay que condenarla, por miedos insostenibles, ni sepultarla, bajo el peso de muchas más trabas regulatorias que las de su franca e insustituible orientación ética.