Evocación histórica en el 112 aniversario de su alevoso asesinato
El pasado día 1 de enero del año que despunta, se conmemoró el 112 aniversario de la muerte alevosa de uno de los grandes paladines del civismo y la dignidad patria que ha parido la ciudad de Santiago de los Caballeros para honra de toda la República: nos referimos a Santiago Guzmán Espaillat.
Admirable es el esfuerzo del fenecido intelectual mocano Don Julio Jaime Julia, quien en 1977 dio a la luz su valiosa obra “Guzmán Espaillat, el civilista” (Editora Taller, Santo Domingo), destinada a recoger para la posteridad una serie de valiosos escritos y cartas de este dominicano ilustre, pero es preciso continuar hurgando en otras fuentes, penosamente al día de hoy fragmentarias y dispersas, para ampliar y enriquecer este loable y digno trabajo germinal de Don Julio Jaime, el único que existe al momento sobre tan notable dominicano, que bien merece ser mejor conocido y admirado por las nuevas generaciones.
¿Quién era este hombre de excepción; cual su fisonomía espiritual y ética; cuáles sus ideas y sus actitudes? ¿Por qué le cegaron la vida alevosamente-fingiendo un intercambio de disparos, en flor de juventud, cuando apenas cifraba los 35 años, qué se temía de aquel ciudadano de excepción?
No se sustrajo Santiago Guzmán Espaillat a la pasión predominante de la juventud de su época: la militancia política. Formó parte de las filas del horacismo. Pero era, ante todo y sobre todo, un hombre de valores acendrados; un intelectual de ideas y convicciones irreductibles; un liberal acrisolado en los moldes de Duarte y Espaillat, situado en un período lúgubre de componendas y claudicaciones.
No era de esos que Ortega y Gasset definía como “hombre de partido”; esos que son capaces de renunciar a sus convicciones más íntimas con tal de amoldarse al parecer de la mayoría mecánica y absorbente.
No amaba el poder por el poder ni era sobornable ni corrompible. Y no temía los desmanes de la soldadesca que a precio de sangre y arbitrariedades imponía su criterio.
Por eso, cuando en junio de 1902 es nombrado Procurador Fiscal de Monte Cristi, con apenas 25 años de edad, no se aviene con los métodos arbitrarios del temible general Andrés Navarro, señor de horca y cuchillo, quien irrespetando su condición de magistrado del tren judicial, le impone los grilletes de prisionero.
Resulta electo Regidor al Ayuntamiento de Santiago a finales de 1903, pero ni siquiera llega a tomar posesión del cargo electivo, pues a mediados de febrero de 1904 es designado Procurador Fiscal de la hidalga ciudad, función en que también permanece también muy poco tiempo, pues ya a mediados de junio del mismo año es electo diputado por la misma Provincia.
Pero ya comenzaría a sentirse en el país con más fuerza e intensidad, en medio del desvarío político de las revoluciones y luchas intestinas, el influjo cada vez más creciente del “Corolario Roosevelt”, expresión del manifiesto ingerencismo americano en los asuntos domésticos.
Y es entonces cuando los Estados Unidos toman el control pleno de nuestra soberanía financiera, cobrando deudas bajo la amenaza de los cañoneros. Y no cesaron en su laborantismo hasta imponer las condiciones del laudo arbitral de julio de 1904 y las Convenciones de 1905 y 1907 mediante las cuales se otorgaba validez jurídica a su determinación de controlar nuestras aduanas y nuestra fiscalidad.
Pero a Guzmán Espaillat no le cegaban los oropeles del ventajismo político. Los controvertidos instrumentos acordados con los norteamericanos no se avenían con sus acendradas fibras patrióticas. Y renuncia al horacismo en una carta memorable dirigida al general Ramón Cáceres.
En ella indicaba:
“…Ni hago falta ni quepo, holgado, en la agrupación. En mis anhelos de libertad y de justicia, dadas las actuales circunstancias políticas, habrían de ser estériles los mayores esfuerzos, que, o no servirían más que para continuar la hostilidad o la rechifla de los unos, o para merecer el calificativo de soñador o de perenne equivocado de lo más compasivos.
Y más intensos cada día los odios que dividen a los partidos, más recia la lucha para asegurar la posesión de poder, perece el ideal, quebrántase la fe y desaparece la esperanza de realizar una favorable evolución en el sentido de alcanzar el triunfo de la libertad y de la democracia, el imperio definitivo de la paz en la justicia, de donde ha de surgir, acrisolada y fulgurante, la República”.
Rotas sus amarras con el partidarismo imperante, no por ello disminuyen sus empeños en el mejoramiento de la sociedad. Y además de ejercer como abogado notario, hace parte de la Sociedad Cultural “Amantes de la Luz”, la Sociedad “El Normalismo” y del Centro de Recreo, lo mismo que de la Logia “Nuevo Mundo” No. 5.
Y dicta conferencias y expresa sus ideas a través de la revista “Escuela” y el periódico “La Nación”, fundado en abril de 1907, trinchera desde la cual no cesa de combatir los males que laceraban nuestro cuerpo político y social.
Precisamente en el número 4 del referido periódico, de fecha 30 de abril de 1907, escribiría lo siguiente:
“Lo que más perjudica a nuestros Ejecutivos, por encima de la incapacidad y la falta de preparación de los que regularmente van a esos puestos públicos, es el grupo de los leales, es decir, el grupo de los que aceptan incondicionalmente todo cuanto piensa y hace el Presidente de la República”.
A finales de 1908 inicia un intenso periplo que lo lleva a Argentina, Brasil, Francia, Portugal, Estados Unidos, Cuba y Saint Thomas, del cual retorna a Santiago en los inicios de agosto de 1910, siendo inmediatamente apresado por la Guardia Republicana y conducido en el cañonero “Independencia” hasta la Torre del Homenaje, de Santo Domingo, siendo objeto de arbitraria reclusión por más de tres meses.
Aquellas ostensibles manifestaciones de arbitrariedad y autoritarismo fueron minando las fuerzas de su espíritu. Todo indica que una nube gris de tristeza y desconsuelo, que devino en depresión, se aposentó en su alma donde anidaban tantas ideas regeneradoras; tantas ansias frustradas de que triunfara la civilidad al ver campear por doquier el personalismo y el caudillaje.
Y así escribe el 1 de junio de 1911 a Rafael Estrella Ureña, seis meses antes de su muerte alevosa, legándole sus ideas en lo que se conoce como su “Testamento Político”:
“Mi querido amigo:
Te escribo hoy por temor de no poder hacerlo más tarde. Me muero de soledad y de tristeza. Ya en mi última carta te decía como ésta se ha apoderado de mí. De cumplirse mis deseos no viviría ocho días más. Ojalá sea así. No sé si me ciega el afecto cuando creo que en ningún joven de tu edad vibra tan intensamente el patriotismo como en ti.
De ahí que te legue mis ideas. Positivamente no tendrían el valor de solución a todos nuestros problemas; pero algo valen. Estúdialos, depúralos, y quizás se podría utilizar una parte. Te dejo mi libro copiador: procúralo con la familia. Mi alma de patriota está ahí”.
Y agregaba: “…Esa es la gran ciencia del político. Político equivale a creador, creador: He ahí lo que nos falta. Hay que crear el ideal nacional, hay que crear la paz jurídica y el orden económico para seguridad de la nación. De lo contrario “la Patria se nos va de entre las manos, como me dijo monseñor de Meriño”.
Seis meses después, ya consumado el magnicidio de Ramón Cáceres, se entronizaron los Victoria en el poder. Se recelaba de aquel carácter íntegro e insobornable en quien no pocos vieron la posibilidad de encarnar un nuevo orden de cosas desde la primera magistratura de la nación.
Y aquella tarde lúgubre del año nuevo de 1912, fue acribillado a balazos frente a la residencia de doña Concha viuda Estrella, en la calle Beler. Allí estaba de visita don Germán Soriano, quien presenció el alevoso crimen que conturbó los ánimos de Santiago y de la nación.
Se trató de un bochornoso crimen político disfrazado bajo el manido subterfugio de “intercambio de disparos”, pues una noble anciana pudo contemplar desde su casa como, tras ser hecho preso y desarmado en casa de la familia Estrella, dos cuadras más adelante sería acribillado, de espaldas, mientras con su misma arma la soldadesca vociferante lanzaba dos disparos al aire.
Tras la consumación de su muerte alevosa, en EL ECO MARIANO, de Puerto Plata, escribiría el Padre Castellanos, que Guzmán Espaillat: “era uno de los santiagueros más notables y uno de los dominicanos de más honra y vergüenza”.
Y Don Federico García Godoy, en su extraordinaria obra “El Derrumbe, escrita cuatro años después de la muerte de Guzmán Espaillat, obra objeto de la censura implacable de los interventores norteamericanas, acibarado el espíritu ante la descomposición imperante, absorto su espíritu en hondas cavilaciones, evocó con lucidez admirable su recuerdo de la prestancia insigne del gran repúblico santiagués, a quien conoció dos meses antes de su muerte, mientras dictaba una conferencia en la Sociedad “ Amantes de la Luz”.
En aquellos párrafos insuperables, fue retratado con trazos inmarcesibles la estatura cívica, intelectual y patriótica de aquel santiagués ilustre, por lo que conviene citarlos íntegramente para edificación de las nuevas generaciones:
“Paréceme esta hora sombría propicia para evocar la memoria de aquel paladín representativo de la juventud dominicana incontaminada y devota de los grandes ideales que se llamó Santiago Guzmán Espaillat.
Cuando por todas partes no se ven más que homúnculos desprovistos de escrúpulos y prestos a plegarse a todos los servilismos y a todas las abyecciones; cuando por ningún confín de horizonte oscurecido despunta la silueta del hombre superiormente cohesionado de que ha carecido la sociedad dominicana en este momento supremamente doloroso de su historia, hay precisamente que volver la mirada al pasado para buscar en él algo que nos consuele del espectáculo actual de increíbles claudicaciones y bajezas que pone espanto en las almas que aún no han perdido la fe en los idealismos nobles y generosos que iluminan e intensifican la vida.
Nuestros caudillos, traidores unos, reacios o impotentes otros, han estado muy distantes de lo que de manera imperiosa demandaba de ellos el momento histórico. Por eso echo de menos a Santiago Guzmán Espaillat. Su patriotismo hirsuto y bravío estuvo siempre por encima de desmayos y decepciones.
Aprisionado desde muy temprano en las férreas redes del personalismo, fue lentamente desprendiéndose de ellas y evolucionando hacia un concepto de organización jurídica de virtualidades capaces de determinar un efectivo mejoramiento político.
En el fondo de su espíritu flotaba con contornos cada vez más precisos la concepción de un organismo nacional capaz en un todo de armonizar la libertad con el orden y de realizar fines de civilización duradera y progresiva…
Han pasado ya cinco años y aún alienta en mi memoria con primaveral frescura, el recuerdo luminoso de aquella noche inolvidable de mi conferencia en la benemérita sociedad Amantes de la Luz, en la histórica Ciudad de Santiago de los Caballeros.
Afuera imperaba la noche, una serena noche otoñal, apacible, rumorosa, en que el cielo hacía espléndido derroche de su magnífica y deslumbrante pedrería.
Dentro, en el amplio profusamente iluminado, enjambres de flores vistosas y polícromas y mujeres de singular y seductora belleza…
A medida que hablaba, a medida que con frase pálida y torpe exponía mis ideas acerca del movimiento filosófico moderno, llámame la atención, en un ángulo de la sala, un joven de hermosa y expresiva fisonomía que sin apartar de mí sus ojos intensamente luminosos seguía con profundo interés el curso de mis palabras.
Era Santiago Guzmán Espaillat. Yo no le conocía personalmente puede decirse. Terminada la conferencia me fue presentado, y en rápida causeric, en fugaz conversación, la única que con él tuve, me enseño los tesoros de su alma apacentada en el culto de las cosas de ingente eficacia espiritual de tan permanente actuación en el desarrollo colectivo…
Dos meses después, en el parque de La Vega, en círculo de amigos íntimos, bajo la embriagante caricia de una noche de perfumes, de música y de estrellas, como si hubiera caído sobre mí anonadándome no sé qué cosa espantablemente siniestra, supe la horrible noticia de su eterna desaparición en las sombras de oscura y misteriosa tragedia.
Supo poner siempre de acuerdo su pensamiento con su vida. Era austero y probo, de probidad extremada. De inteligencia clara y lúcida y de una sensibilidad siempre excitable y desbordante.
Su valor personal rayaba en lo heroico. Puede decirse de él lo que Tácito de Julio Agrícola: “Ninguna señal de miedo se le conocía en el semblante”…Su cultura intelectual se iba progresivamente ensanchando. Lo atraían los estudios sociales.
Él era a mi ver el caudillo, el caudillo supremamente nacionalista, que se formaba lentamente, que hubiera sido capaz en un momento dado, de aunar reciamente voluntades dispersas para impedir que la traición y el peculado continuasen prosperado en las alturas y para dotar al país de instituciones capaces de transformarlo ventajosamente.
Se me figuraba que era el único que encarnaba entre nosotros las condiciones esenciales para ejercer a la larga una bienhechora influencia en nuestro bastardeado y corrompido organismo político …Sobre él han caído ya espesas paletadas de olvido. Sobre su sepulcro se han marchitado desde hace tiempo las guirnaldas funerarias que la admiración y el afecto colocaron allí en horas fugaces de acerbo desconsuelo. Nadie ya lo recuerda. Nadie lo nombra…”
Sobre él han caído ya espesas paletadas del olvido. Sobre su sepulcro se han marchitado desde hace tiempo las guirnaldas funerarias que la admiración y el afecto colocaron allí en horas de acerbo desconsuelo. Nadie ya lo recuerda. Nadie lo nombra.
De haber vivido en estos últimos días, de seguro que hubiera embrazado el escudo del combatiente para hacerse matar junto con los pocos que cayeron gloriosamente en Puerto Plata, en la Piedra, en la Barranquita, cerrándole el paso a los invasores de Yanquilandia; los únicos que, en pavoroso abandono, cumplieron con su deber en la hora luctuosa del derrumbe esbozando un gesto de imposible resistencia que salvara siquiera en parte nuestro decoro como pueblo independiente y libre, gesto glorioso que aplaudirá toda conciencia sana y honrada y que unos cuantos pobres diablos de levita, asalariados o inconscientes, calificaron imbécil y cínicamente de patriotería…”