Con Gaza y Beirut en el corazón

 

San José es la expresión máxima del silencio y la aceptación, el que siempre acompaña sin juzgar, sin reclamar nunca un espacio para sí mismo. No recuerdo ni una sola queja, ni una palabra fuera de lugar. Siempre está ahí: cuidando sin esperar nada a cambio, sin protagonismos, encarnando el silencio en todos sus matices. No solo el silencio sonoro, sino también el de la actitud, el de quien simplemente es y está.

El hombre discreto, el que no busca ser recordado, el que solo acompaña y acepta. San José es el Santo más invisible y desconocido, cuyo recuerdo parece limitarse a su imagen en el portal de Belén o en la huida con el burrito sabanero, buscando un camino en medio de la incertidumbre.

Todos estamos, en cierto modo, buscando ese camino: el de la justicia, la igualdad, el perdón y la concordia. Y es en el silencio donde encontramos la representación más pura de la aceptación. San José no juzga, no opina; simplemente acompaña, como una sombra que, aunque oscura, da testimonio de la luz que la proyecta.

Las sombras, aunque sin brillo propio, tienen un valor inmenso. Acompañan con su presencia, un gesto de amor silencioso que otorga seguridad y consuelo. Porque el acompañamiento, especialmente en los momentos de mayor vulnerabilidad, es un acto de generosidad infinita. La soledad no deseada es una carga dura, fría y triste y, en un mundo tan lleno de ruido, encontrar a quien acompaña en silencio es encontrar un refugio.

Me pregunto dónde estaría un San José actual, con su perfil tan bajo, en esta época donde todos buscamos la luz del protagonismo, la adulación y la admiración. Parece que necesitamos afirmarnos constantemente para no sentirnos solos, para ocupar un lugar y alcanzar una función reconocida.

¿Qué habría pensado San José de lo que sucede hoy en Belén? ¿De la violencia, el miedo y el poder desmedido? Quizás, como nosotros, habría sido un espectador pasivo frente al sufrimiento. Pero ¿cómo podemos acostumbrarnos a un exterminio tan cruel y devastador? Es algo que desafía cualquier intento de justificación, porque no la tiene. Es la encarnación de un poder frío, implacable, que no respeta nada, con una compasión ausente, que da lugar a una masacre continuada, desde hace más de un año, que quedará grabada en la historia de la humanidad.

No quiero que la guerra me sea indiferente, que la injusticia y la desigualdad pasen ante mis ojos como si fueran inevitables. Necesitamos continuar buscando ese camino más justo, más compasivo, en un mundo que tantas veces nos desconcierta. Quizás en el ejemplo de San José, en su discreción y su amor silencioso, podamos encontrar una guía para acompañar a los demás con humildad, en un gesto profundo de esperanza y humanidad.