Hace algunos días, volviendo a casa en el metro, no pude evitar recordar aquella frase de J. P. Sartre con la que se refería a las reuniones, distracciones y placeres de artistas, intelectuales y burgueses, en cafés y salones, del París de mediados del siglo pasado. El célebre escritor parisino hablaba del “gran mundo”, es decir, de un ambiente selecto y plural en el que había que saber estar. Ser y estar, a menudo se confunden, y no a causa de un desconocimiento general de la filosofía, sino debido al hecho que la mayoría de las lenguas no distinguen entre ambos verbos.
Este “saber estar” fue siempre un conocimiento específico, que en el seno de todas las aristocracias se estudiaba, aprendía y transmitía formalmente. Luego, con la supresión de los regímenes monárquicos a nivel político, se dio también al traste con él. Y aunque durante más de un siglo la gran parte de los usos y costumbres que evocasen la aristocracia fuera demonizada, la importancia de este “saber estar”, permaneció intacta.
Testimonio de ello es precisamente ese “gran mundo” que aparece en la narrativa de J. P. Sartre, un territorio feraz y lúcido que por todas partes rezumaba una copiosa humanidad. En aquellas reuniones, era necesario, era indispensable saber estar; entre humo y copas, la tensión del debate, el hilo de la argumentación, la agudeza del discurso debían mantenerse hasta el fin y preservarse a toda costa. El gran personaje de esas asambleas era la conversación y no podía descuidarse un instante.
El habla, esa facultad casi divina que nos distingue de todo, era el instrumento cardinal del saber estar, la herramienta imprescindible con la que se alimentaba el tiempo y se sostenía el ser en el espacio. La realidad allí podía sólo colmarse con palabras: palabras dichas y escuchadas entre semejantes, palabras verdaderas con las que se construía y afirmaba esa identidad íntima del yo y el nosotros que nos coloca, individual y colectivamente, en la cima del mundo material. Cierto, que para saber estar se requería también cultura, manejo de la lengua y talento, pero esencialmente bastaba ser brutalmente humano.
Podrá pensarse que el relato que evoco, describía sólo un segmento granado de la sociedad parisina de la época, al que muy pocos tenían acceso y en el que incluso había también personas tímidas que no tenían facilidad de discurso, lo cual es cierto; de hecho, en la célebre trilogía “Los Caminos de la Libertad”, no faltan los personajes poco locuaces e introvertidos, sin embargo, éstos no terminaban aislados ni relegados a los últimos rincones de la sociedad, sino que eran sostenidos por la humanidad de los circunstantes, una humanidad que se revelaba con naturalidad y que llegaba directo al ser de los otros.
Por otra parte, en cuanto a las relaciones personales, la timidez en ocasiones puede ser una virtud, mientras que el miedo será siempre un defecto. Si antes se evitaba entablar una conversación con alguien por timidez, ahora se la evita por miedo. Los tímidos e introvertidos hoy día también tienen miedo; se les ha proscrito de la sociedad, y cada día se les hace más difícil incorporarse a la vida real, porque se les ha expulsado y exiliado, asignándoseles como único refugio posible el desierto de la tecnología. Si antes en el “gran mundo” tuvieron que luchar para salir del anonimato, hoy ni siquiera eso se les permitirá, sencillamente porque carecen de interlocutores: la puerta está cerrada y no hay allí nadie que les responda de su soledad y aislamiento.
Aquel viernes por la tarde, en aquel vagón del metro, recordé a Sartre y me sobrecogió la sospecha de un fin definitivo. Cuando, al escuchar el anuncio de mi parada, tercié el marcapáginas en el libro y levanté la mirada, vi delante mío la misma multitud ausente, absorta y sumergida en la planicie narcótica de sus pantallas, una multitud de seres que tan sólo era y que no tenía la más remota idea de saber estar.
Salvo algunos otros pasajeros que leían también, y que como yo buscaban las historias y las palabras escritas de un autor sobre otros hombres, por un momento deseé que aquella calma deshumana fuera el silencio contemplativo de los monjes, arrebatados en la contemplación de los misterios del Creador, o el lugar apacible al que huye el artista en busca de la renovación de su arte; sí, en verdad deseé eso, pero rápidamente hube de desengañarme cuando al abrirse las puertas del metro, una chica, cabizbaja y arrobada en el “gran mundo” virtual que le ofrecía su pantalla, me pisó, queriendo abordar sin siquiera dejar descender a los pasajeros que llegábamos a la parada, como recomienda y se escucha por la megafonía de todas las estaciones del transporte público.
Ciertamente, escuché el canónico “pardon” que me dirigió sin apartar la mirada de su pantalla, mientras esperé inútilmente que me mirara y leyera en mis ojos el fastidio que su necedad me causaba, pues, su acto no era tan sólo descortesía pura, en su acto cabía todo el vertiginoso presente de la sociedad actual y sus multitudes ausentes, donde el otro ha sido anulado y despojado de su materialidad, convertido en espectro y hundido en la marisma cínica de la ficción virtual. Me quedé allí, parado, siguiéndola con la mirada hasta que se cerraron las puertas del vagón y el metro partió; vi que la chica se sentó y que en ningún momento apartó la mirada de su móvil. Ella estaba allí y, como la mayoría, estaba sola, rodeada por todos.
Porque en este siglo la soledad ha sido redefinida y no consiste ya en estar solo; hoy día, la soledad consiste en la compañía inmaterial de los otros, de los otros que siguen siendo otros pero que no están allí, pues, los hemos hecho desaparecer por temor a seguir siendo humanos. Sí, hay que decirlo, la enfermedad de nuestro tiempo es el miedo a ser humanos.
Cuando entré a casa y posé el maletín en la cómoda de la antesala, seguía pensando en la experiencia del metro. Antes de quitarme la chaqueta y desanudarme la corbata, me acordé de la novela que guardé en el maletín y que debía recuperar para continuar su lectura el fin de semana. Volví sobre mis pasos y cuando la tuve entre mis manos, al improviso me sentí dichoso; acaricié su lomo y disfruté otra vez de la fina edición de “Cátedra Letras Universales” que pronto terminaría de leer de uno de los clásicos experimentales del genial W. Faulkner.
Frente al espejo de la sala, mientras deshacía el nudo de mi corbata, pensaba que nadie podrá jamás decir que es lo mismo subirse al metro o sentarse en un parque leyendo que ir por las calles, embebecido y aplastado bajo la narcosis de una jodida pantalla, porque la literatura, además de aspirar siempre a establecer ese diálogo eterno con los hombres de todas las épocas, cuenta sus historias y busca siempre desentrañar e iluminar su destino, mientras que la tecnología, por su parte, no es más que el pantano infinito de la simulación y la futilidad.