El magistrado Oliver Wendell Holmes Jr. de la Suprema Corte de Justicia estadounidense escribió una vez en una opinión que “los impuestos son el costo de una sociedad civilizada”. Y esta idea va de la mano con otras nociones desarrolladas en el curso de los últimos miles de años que nos han conducido a la estructura moderna de un estado-nación. Así como el Estado tiene el monopolio de la violencia y una serie de poderes y atribuciones constitucionales, la aplicación de estas requiere que cuente con recursos adecuados para llevar a cabo su programa de gobierno.
Sin impuestos no hay calles pavimentadas, ni hospitales públicos, ni un sistema de educación, ni programas de asistencia social para nuestros ciudadanos más necesitados. Pero el hecho de que el Estado recaude impuestos implica que los contribuyentes deben recibir una contraprestación (en sentido amplio) pues la misma Constitución indica que el régimen tributario existe para que el Estado “pueda cumplir con el mantenimiento de las cargas públicas”(Art. 243). Esta “contraprestación” usualmente la imaginamos en forma de las grandes obras que nuestros líderes se abocan por construir para marcar como su legado, aunque el enfoque debería ser más bien que con los impuestos recaudados se procure mantener una sociedad civilizada, así como sugirió Wendell Holmes.
La decepción comienza inevitablemente cuando al interactuar diariamente en nuestro país nos percatamos que los impuestos no han contribuido a crear la sociedad civilizada que ansiamos colectivamente. Para muestra de esto solo hay que ver la indiferencia de los agentes de tránsito ante las violaciones groseras cometidas sin remordimiento por los motociclistas y “padres de familia-extorsionistas” en la vía pública, la burocracia estatal que en la era digital se mantiene anclada en solicitar muchos papeles en físico y requerir formalismos que no contribuyen en nada, y en un sistema de justicia lento y crudo en el cual se sabe el día que se interpone la demanda pero se desconoce cuántos años tomará recibir una sentencia definitiva o incluso cuántos meses tomará recibir una decisión temporal como lo es una ordenanza de referimiento (una medida provisional que se otorga en casos de urgencia).
Igualmente se aumenta la decepción cuando se analiza cuántos fondos distribuye la JCE a los partidos políticos o a cuánto asciende el presupuesto estatal de publicidad (¿publicidad o propaganda?). Los fondos distribuidos a los partidos políticos estarían mejor dirigidos a sanar la educación pública porque nunca he alcanzado a entender cómo la realización de política a través de caravanas estridentes y folclóricas en los barrios marginales contribuye a un mejor país. Pero la verdad es que también contamos con entidades cuasipolíticas parasitarias como la ADP que siempre visualizan un apetitoso manjar en la posibilidad de que sus sectores reciban fondos adicionales.
Ante la inminente reforma fiscal es adecuado retornar al verdadero sentido de porqué se recaudan impuestos y cómo se deben utilizar estos. Se habla mucho de que la presión tributaria es baja comparado a otros países, de que existen muchas exenciones, de que es necesario hacer la carga tributaria más equitativa, pero se hace poco énfasis en la otra parte de la ecuación de la reforma fiscal que es la calidad del gasto público.
No es por hipérbole que las “reformas” fiscales anteriores se han tildado de “parches fiscales” sino que precisamente se han denominado así porque esas reformas se enfocaron en aumentar las tasas impositivas y/o expandir el alcance de los impuestos con la creación de nuevos impuestos o la modificación de existentes sin solucionar las deficiencias del gasto público. Estos viejos hábitos – ya arraigados – han generado políticas públicas contradictorias. El ejemplo tal vez más emblemático es el impuesto por la emisión de cheques y transferencias electrónicas que ya cumple dos décadas de existencia. Por un lado, el gobierno indica que tiene como prioridad combatir la informalidad en la economía y promover la bancarización de la población, pero por otro lado ha mantenido en pie un impuesto que sirve como desincentivo para la bancarización. Así hay muchos otros ejemplos.
Ojalá que esta reforma fiscal sea un giro copernicano en el contexto de nuestras pasadas “reformas” y que la administración de turno dé el primer buen ejemplo convenciendo – y demostrando con los papeles en mano, como diría Lajara Burgos – que la calidad del gasto público será mejorada. En este mismo orden, la reforma no debería seguir el arcaico esquema de aumentos de tasas y creación de nuevos impuestos, sino que el enfoque debe ser formalizar a todos aquellos que siguen en la sombra de la informalidad y para esto hay que reconocer que se deben asegurar las condiciones propicias (como no penalizar la bancarización, como se aludió anteriormente). De desaprovecharse esta oportunidad para agotar una reforma íntegra inteligente continuaremos el lamentable camino de los parches fiscales que cada vez nos alejan más del objetivo de los impuestos – una sociedad plenamente civilizada donde transitar sea placentero y no sea necesario contar con un generador eléctrico en su casa, entre muchas otras aspiraciones grandes y pequeñas que colectivamente tenemos.