El cielo, hermoso, multicolor y bueno, siempre ha sido así; el mejor regalo, el mayor premio y el más valioso tesoro; una esperanza, un sueño, una metáfora y un reino; de todos y de nadie.
El cielo, además de lo que es, es también lo que no parece, y desde el origen el mismo, lo mismo; a la vista palpable, pero intangible; una idea multiforme, una ilusión probable e invencible. Es un destino y un punto de partida. Un límite infinito. Tan inmenso que no necesita superlativo.
Mi tocayo Manuel Jiménez escribió lo que nadie ha refutado desde que Ana Belén hiciera suya sus letras como muchos otros cantores: “para entrar en el cielo no es preciso morir”. Pero las mayorías entienden que las puertas del cielo solo se abren a quienes en vida han sido suficientemente buenos; no se que tan bueno o menos malo hay que ser para poder acceder, pero eso dicen para los que quieren creer.
En mi caso, nunca he visto a alguien -bueno o malo- que pudiendo volar no logre entrar y atravesarlo. Lo que tampoco he visto ni escuchado haberse visto es que alguien pueda quedarse a vivir en el cielo, salvo provisionalmente en una estación espacial.
De tanto, lo único que no discuto es que del cielo son las nubes, y si también son las estrellas supongo que por igual los planetas y todo lo demás que solo podemos observar como de otra realidad, como los astros y los dioses que ya no están, pues en él solo el Padre sentado a la izquierda de su hijo, según reza la oración que se repite por fe.
Como de él definitivamente son las nubes, es lógico que también sea la lluvia, que siempre es de agua, aunque a veces se espera de café. Y según más de uno, supuestamente de él también caen limones y hasta sapos. Pero estos fenómenos la meteorología nunca los ha reconocido y ni siquiera los ha intentado explicar, y yo hago igual.
El cielo -y en él- es todo eso y más, pero en cualquier acepción, el cielo es un lugar, y también un misterio.
A la pregunta dónde está el cielo, de seguro que la primera respuesta común indicará que en el espacio aéreo a partir de alguna distancia sobre la superficie terrestre o acuática; a poca de nuestros pies, o casi al extremo de nuestro alcance visual; algo así como la aurora de la tierra, y que para verla bastaría alzar la mirada al aire libre. Así el cielo sería el límite de la gravedad o el mundo donde interesa; el todo del resto, o bien, el resto del todo que es el planeta. Quedaría determinar, quién contiene a quién, el cielo al universo o viceversa.
Del cielo existen tantas dudas como contradicciones.
Mateo explica que el cielo está en lo más alto, tan alto que desde él se ha visto al Espíritu de Dios descender (Mt. 3:16-17), que en él aguarda el tesoro de los pobres (Mt. 19:21) y el galardón de los justos (Mt. 5:12), que son sus dueños (Mt. 5:10), y que también es el trono de Dios (Mt. 5:34), pero que no es eterno, porque algún día pasará al igual que la tierra (Mt. 5:18; 24:35).
Me parece curioso que si Dios es omnipresente se tenga que precisar y reiterar tantas veces que está en el cielo (Mt. 16:17). Por eso el relato de Lucas me parece más convincente al indicar que el reino de Dios -que también es el cielo- no vendrá, pues está aquí entre nosotros (Lc. 17:21), y como me conviene que así sea, me quedo con esta última versión, que por cierto da razón a nuestro citado cantautor.
Aceptémoslo, sobre el cielo y sus mitos hay muchas cosas que nunca sabremos, sobre todo que sería sin él la tierra, el planeta, la religión y la poesía.
En fin, el cielo es un ecosistema de ideas celestiales y cosas que se dicen inmortales, pero como lo vamos a saber siendo seres humanos, que de él solo podemos testificar aves, aviones y naves de paso, como la que sigo esperando en vida para realizar mis sueños y dejar de seguir trayectos ajenos, que con certeza terminarán por ubicarme no más allá de un cementerio.