En mis labores docentes siempre incluyo viejas preocupaciones del “urbanita” o “urbanícola” que soy. Desde mis años de docente en UNIBE a finales de los años 80 hasta ahora, en alguna clase en la Escuela de Diseño Altos de Chavón, repito la pregunta: ¿cuál es tu ciudad?, ¿cuál es tu Santo Domingo?
Sé que me enfrento a estudiantes de élite, a jóvenes acomodados, que en los últimos 30 años se han ido moviendo del “ensanche” a las “torres”, entre viejos padres balagueristas hasta los de ahora que no se sabe porque son todos, a la garata con puño. Pero también están los de a pie, los que toman sus guaguas en la Avenida 27 de febrero, los que se levantan a las 5 de la mañana y arrancan desde Los Tres Brazos o la Charles para estarle sirviendo café a la señora a las 7 o subiendo un botellón al tercer piso de la torre tal.
Santo Domingo se deshace en su sentido de no-pertenencia, de desarraigo. Como la “cultura” es el show y el terror son los parques públicos -desde las canquiñas de Roberto Salcedo hasta los desiertos encementados de Carolina Mejía-; como los “valores” son camiones llenos de bocina y dembow y “vamo’acabá” electoral y puntualmente cada cuatro años; como los tontos aquellos que insistimos en pensar y hacer y actuar en una ciudad más de todos -la Fiesta del Libro Cielonaranja eso es lo que busca-, entonces Santo Domingo se nos deshace.
Ya soy parte del ejército que evita la capital dominicana de 4 a 8 de la noche. En esa inmensa zona gris que es Santo Domingo, con gente congelándose en las yipetas mientras Alofoke les tritura el cerebro a través de las ondas hertzianas, con las antenas a millón porque cualquier kamikaze motociclístico te puede rayar la carrocería, con agentes de Tránsito Terrestre, los pobres, que no dan más, porque cualquier OMSA se los puede llevar de encuentro, mientras pasa el funcionarito aquél, consultando su X o la Bolsa de Valores, en verdad que me digo, ¡qué manera de ser ciudad!
Porque sí: una ciudad también “es”. Existe. Los paisajes también son vitales: son nuestra obra, propuestas de habitación, de comunidad, de ser junto a, al lado de, o sobre tal cosa.
Hay salvadores de la ciudad. Pienso en los fotógrafos Maurice Sánchez, Jaime Guerra y Alberto Álvarez, sacándole brillo a la soledad en la Plaza Juan Barón o los ambientes apocalípticos en el carnaval o subrayando las tonalidades distópicas desde cualquier paso a desnivel en la avenida John F. Kennedy.
Cuando una ciudad se fractura en sus horas, cuando de ninguna manera puedes recorrerla que no sea en sus “zonas verdes” (léase: el Mirador del Sur), cuando para salir a bajar calorías en San Carlos debes salir con un bate o un cuchillo, por si las moscas, estás asumiendo el miedo o la precaución de “vivir en Santo Domingo”.
Y lo peor de todo no solamente es ese Santo Domingo infinito de las grandes avenidas. Con la Ciudad Colonial ahora será peor. Si las intervenciones de la Oficina de Patrimonio Cultural desde finales de los años 60 condujeron a los extremos de la ciudad balaguerista, borrando siglos de vida y memoria y suponiéndonos en el XVI, la de ahora es peor. La Ciudad Colonial bajo los auspicios del BID, si bien supone aceras más amplias y bolardos que contendrían espacios para el paseante, al final tratan de borrar la complicada realidad de los autos y los parqueos. Esas calles ahora de un solo carril serán todo un riesgo para posibles ambulancias. A esos bolardos ya le diagnosticamos poco tiempo de vigencia, porque la voracidad de las yipetas y la ansiedad de sus transportistas no conocerá límites, oh Hijo del Hombre. Y cómo me dolió la intervención frente a la placita tan recoleta frente a la Iglesia de las Mercedes, con una magra solución en el tema de los discapacitados. ¡Aquí siempre vale más la sal que el chivo!
Al menos podríamos consolarnos. Si hay una ciudad con una pésima gestión ambiental y urbana en el Caribe, esa será este Santo Domingo en el que vivimos.
Hacía tiempo me había prometido no escribir en términos así, como desfalleciendo.
Pero a veces la burbuja explota, la complicidad con lo peor que somos y hacemos no me deja dormir, aunque en los hechos ya esté utilizando una máquina de oxígeno.
Santo Domingo está sola. El narrador Miguel Alfonseca bien podría recordarnos que “los trajes blancos han vuelto”. René del Risco diría que “el sábado es el mejor día”. Y así podríamos seguir hilando una poética de los vacíos, los destellos, la constatación de que algo habrá producido estas chispas aunque Pedro Peix nos siga recordando “la loca de la Plaza de los Almendros” en plena Calle El Conde.
¿Detestar Santo Domingo? Tampoco hay que exagerar. Pienso solamente en mis estudiantes en estos 35 y pico de años, con la misma historia: sin saber lo que se mueve en la esquina, con el pánico de verse solo en la Duarte con París, o pensar que cualquier fin de semana tendrá la urgencia de salir de la Ciudad Colonial.
¿Colapsados, detestando, en, con, sin, sobre Santo Domingo?
Vuelvo a René del Risco en “Del otro lado del día” y pienso que todo esto des como “ir desenredando una larga cinta, como la cola interminable de una chichigua que se ha enredado en muchos troncos, en muchos alambres, por encima de muchas casas, de techos y de patios… Nunca aparecerá la chichigua, pero uno nunca se resigna y sigue desenredando la cola sin saber que ya será tarde porque esa chichigua no es más que una visión inútil, irrecuperable…”
¿Santo Domingo, chichigua ida en banda?