Hay clásicos literarios antiguos y modernos. Sabemos que los primeros lo serán ya para siempre, pero no sabemos si los segundos, también lo serán por siempre. Sabemos, eso sí, que son clásicos antiguos: Homero, Dante, Shakespeare, Cervantes, Goethe, Camoens, Montaigne  o Virgilio. ¿Podemos decir lo mismo de Tolstoi, Dostoievski, Stendhal, Proust, Balzac, Kafka, Melville, Whitman, Poe, Baudelaire, Hugo, Rimbaud o Dickens, que son clásicos modernos? ¿Hay clásicos contemporáneos? La respuesta es la duda o la negación, pues hay que esperar el paso del tiempo, de generaciones de lectores, y su recepción crítica. O que pasen cien años de su muerte (Proust y Kafka) o de su nacimiento (Borges). ¿Es Borges ya un clásico? ¿Y García Márquez? ¿Ya hay clásicos latinoamericanos? ¿Se puede decir que hay clásicos del siglo XX? ¿Al ser universales, esta condición los hace clásicos? ¿Qué hace clásico a un autor? ¿El tiempo o la generación de lectores? ¿La popularidad o la sabiduría que encarnan sus obras? ¿O su perdurabilidad?

Sabemos que, toda obra de un autor clásico es, por su naturaleza, clásica. A lo sumo, cada escritor clásico escribió, al menos, una obra que se hizo clásica, con el curso del tiempo; pero que, mientras vivió o la escribió, no lo supo ni se lo imaginó ni tampoco se lo propuso. Una obra no se escribe como clásica sino que el tiempo la hace clásica. Ningún escritor se sentó –o se sienta– a escribir una obra clásica. De ahí que el autor nunca sabe o sabrá si su obra será clásica o no. Una obra literaria se vuelve clásica, póstumamente. Las generaciones de lectores tienen la última palabra. Un clásico antiguo no muere porque no se agotan, en sus múltiples lectores, sus sentidos. Si sucede este fenómeno es porque nunca lo fue. Es decir, si los lectores agotan los sentidos de una obra clásica, en una apuesta de lectura, durante un breve tiempo, deja de ser un clásico. Ahora bien, un clásico no nació como tal ni su autor así lo concibió, en su proceso de escritura, creación y gestación. Un clásico moderno, sí está expuesto a morir como mueren, en la memoria de los generosos lectores, los autores que fueron muy populares  en una época y dejaron de serlo en otra. Así pues, un autor puede ser muy leído en una época, o durante muchos años, y luego disiparse el fuego de su recepción o resucitar, en una época futura, muchos años después. Todo eso ha pasado, y lo registra la sociología de la literatura. Se conocen autores que fueron muy leídos en una época o en una década, y después, sus lectores se esfumaron o se extinguieron. Lo que no significa, a menudo, que los que se dejen de leer sean los malos escritores. También hay géneros y temas que se ponen de moda, y luego esa moda pasa. Sucede con otros autores que son populares y, al mismo tiempo, grandes autores. (Pienso en Neruda, Dickens o Hugo). Pocas veces la calidad y la popularidad se conjugan. La historia literaria registra autores que son –y fueron– maestros del oficio, pero de pocos lectores: en la mayoría de los casos, los grandes autores son poco leídos. Y otros que desaparecen o que su recepción se mitiga, una vez que mueren, un par de décadas después, como reza un principio de la sociología de la literatura. Pienso en Gide, Papini o Sartre que fueron muy leídos en los años 40, 50, 60 y 70, pero que cada vez se leen menos. Otro, como Stefan Sweig, que fue muy leído en esos mismos años, dejó de leerse, pero en los últimos diez años, ha experimentado una meteórica eclosión de lectores. En cambio, Camus –que parece ganarle la carrera a Sartre–, ha sufrido un enorme repunte de un público lector joven, masculino y femenino. La batalla intelectual y de lectores, que escenificaron en vida, parece ganarla Camus, ante un Sartre, cada vez menos leído. Jean Paul Sartre parece encarnar la figura del intelectual. O es la representación de un arquetipo de intelectual de una época egregia, pero periclitada. Y acaso por eso quedará más como un intelectual y filósofo que como un escritor. En la época, de auge y prestigio del intelectual (hoy en crisis), los lectores esperaban ansiosos los libros de sus escritores preferidos, incluso para satisfacer una necesidad espiritual, darle respuesta a un conflicto ideológico o para buscar una fuerza moral en que apoyarse. O para darles respuestas a ansiedades y angustias existenciales, en un periodo de tribulaciones, malestares culturales y resacas morales. Y de ahí que, en Francia, esperaban con premura la última obra de Sartre, Camus, Malraux o Aron. Quizás la explicación a la crisis de los intelectuales y su declive haya que buscarla en que se creía que todo intelectual debía ser de izquierda o marxista. Y, como ambas instancias, posturas ideológicas o actitudes morales están devaluadas y golpeadas por las leyes de la historia, han perdido relevancia e importancia. Y de ahí que hayan sobrevivido por escritores a secas o por los escritores, cuya faceta intelectual es secundaria; o es atenuada o disipada. El prestigio de que gozaron los intelectuales, por su condición hegemónica, en el debate de las ideas y en la toma de partido, por determinadas causas sociales, ecológicas, culturales o políticas, cada vez se disuelve como conciencia de una época, una circunstancia histórica o una coyuntura ideológica. Francia parece encarnar el arquetipo del  intelectual como ningún otro país: desde Voltaire y Rousseau hasta Sartre, Camus, Maurras, Proust y Aron; y desde Zola hasta Gide y Malraux, a sabiendas de que la figura del intelectual como tal no existía sino hasta el “Caso Dreyfus”, en Francia, de principios de siglo XX y fines del siglo XIX, con la persecución y juicio a Zola, hecho que dio origen a la condición intelectual en Occidente.

Hay varios tipos de lectores. No es lo mismo el lector joven que el maduro. Leer un libro en la adolescencia o juventud es una experiencia con un sabor de ingenuidad o inocencia, vital para disfrutar un texto, pero incapaz para comprenderlo a cabalidad. Obvia detalles, matices y significados que, en cambio, se pueden apreciar, con la madurez.

No me imagino un día sin leer. Perder la pasión y el asombro de la lectura, sería como caer en el abismo de la locura y en el pozo sin fondo de la soledad. Por eso, a los que nos ha contagiado el virus de la lectura, leemos para matar la soledad en silencio. Necesitamos leer para vivir otras vidas, pues la que traemos aparejada, no es suficiente; además, estamos condenados a una vida efímera y pasajera. Nacemos con deseos de vivir, desde que abrimos los ojos al mundo, y luego sabemos –aunque nunca lo aceptemos–, que somos seres transitorios: “seres para la muerte”, como dijo Heidegger. Siempre la vida será más pequeña que nuestros deseos y nuestra voluntad. Y dichos deseos serán más pequeños aun que nuestros sueños, pero más grandes que nuestros anhelos de eternidad. De ahí que tenemos que leer para sentir la sensación de volar, viajar y soñar. Es decir, para sentir la experiencia de la eternidad: para prolongar la vida y aplazar la muerte y para sentir la experiencia de la vida como un sueño, un tránsito, un viaje y un acto de ensoñación. En síntesis, para convertirnos en viajeros inmóviles que, desde una mecedora, un sofá, una cama o desde el suelo, nos ponemos a viajar, rompiendo las barreras del tiempo y del espacio, con la imaginación lectora. En efecto, necesitamos leer para compensar el carácter efímero y finito de la vida y la existencia. Al leer, sentimos el hechizo, la hipnosis del ritual de la lectura. Cuando abrimos las páginas de un libro, este nos habla –a través de su autor o autora–, a la conciencia, a la memoria o al corazón. Los libros son, pues, un antídoto o bálsamo para combatir la ansiedad, la desesperación o el aburrimiento.

Desde que aprendí a leer, los libros han sido mis ángeles de la guarda y mis botes salvavidas. Un día, en el aeropuerto de Panamá, en una escala hacia Buenos Aires, me quedé sin un libro para disipar las largas horas de espera para mi vuelo, y como había dejado mis libros en la maleta, que tiré por la correa del avión, tuve que comprar un libro en una tienda, pese a que lo tenía en mi biblioteca; pero fue el único que me interesó y tuve que comprarlo de nuevo para releerlo. Así es de dominante, posesivo y dependiente, el virus de la lectura.