En la valoración de las experiencias cognoscitivas inciden, de manera determinante, la probabilidad, la fe, la duda y la certeza.

Sobre la probabilidad, David Hume afirmaría con libertad y sin prejuicio alguno:

“(…) existe una probabilidad que surge de la superioridad de posibilidades de una de las alternativas y, según aumenta esta superioridad y sobrepasa las posibilidades contrarias, la probabilidad aumenta proporcionalmente y engendra un grado mayor de creencia o asentimiento en favor de la alternativa, cuya superioridad descubrimos. Si se señalara en un dado una cifra o un número determinado de puntos sobre cuatro de sus lados, y otra cifra o número de puntos sobre los dos restantes, sería más probable que sugiera la primera que la última, si bien la probabilidad sería mucho mayor, y nuestra creencia y expectación del acontecimiento aún más firme, si tuviera mil lados marcados de la misma manera y solo uno distinto”.

Lo probable, por decirlo de algún modo, es todo aquello que tiene mayor posibilidad de ser. Sin embargo, por obra del azar, pudiera ser diferente. Si la circunstancia le favoreciese, se produciría una ruptura en la temporalidad de su ser. Con la fe ocurre lo contrario: es esencia divina y apertura hacia la experiencia mística de lo trascendente. Algunos la asumen dogmáticamente; otros, en cambio, lo hacen con lucidez y sinceridad.

Si alguien llegase a desconfiar de su fuerza divina, lo haría porque tiene fe en la desconfianza.

Todo creyente, lógicamente, cree en la creencia. De igual modo, el incrédulo cree en su incredulidad.

Quien defiende la ciencia, por lo menos, confía y tiene fe en sus postulados. La fe trascendente (muy diferente a la fe de la ciencia) no admite ninguna duda, por ser pura certeza del espíritu divino.

Desde el punto de vista teológico, la fe, por supuesto, es testimonio vivo de espiritualidad inspirada en el todo poderoso: Dios, alabado y seguido por auténticos creyentes.

Miguel de Unamuno se ocupa de la fe y la concibe a la luz de sus propios presupuestos filosóficos:

“La fe es muestro anhelo a lo eterno, a Dios, y la esperanza es el anhelo de Dios, de lo eterno, de muestra divinidad, que viene al encuentro de aquella y nos eleva. El hombre aspira a Dios por la fe, y le dice: “Creo, ¡dame, señor, en qué creer!” y Dios, su divinidad, le manda la esperanza en otra vida para que crea en ella. La esperanza es el premio a la fe. Sólo el que cree espera de verdad, y sólo el que de verdad espera, cree. No creemos sino lo que esperamos, ni esperamos sino lo que creemos”.

Gracias a la fe, sentimos la presencia de Dios. Convencido de eso, Johann Fichte tuvo mucha fe en la fe y la considera fundamental para lograr la certeza cognoscitiva. De ahí que dijese en una ocasión:

“Ya encontré el órgano con el cual me he de apoderar de esta realidad, y probablemente a la vez, de toda realidad. Este órgano no es el saber; no es el conocimiento. El conocimiento no puede fundarse ni demostrarse a sí mismo; todo conocimiento supone otro conocimiento más alto, formándose así una verdadera cadena que no tiene fin. Este órgano de que hablo es la fe”.

Por obra y gracia de la fe, tenemos conocimientos revelados, auténticos, sublimes y verdaderos, contrapuestos a los saberes sin fundamentos y llenos de sofismas.

Es innegable, obviamente, que el conocimiento obtenido a través de la fe es orientador y auténtico. Fichte no tuvo objeción al respecto: creyó que el conocimiento fundamentado en la fe es indudable. Sin embargo, nunca dejaría de reconocer su naturaleza puramente subjetiva. Su concepción sobre el conocimiento, por así decirlo, es de carácter espiritual-trascendente. Pensó que el mismo depende, en cierta forma, de la certeza de la fe. Algunos, en desacuerdo con ello, pensarían lo contrario, sin darse cuenta de que las imperfecciones del pensar reproducen la incerteza.

Leibniz, simple y llanamente, deja entre ver que la certeza, fundamentada en datos de los sentidos, habría de ser indudable.

Los sentidos experimentan sensaciones e impresiones que dan cuenta de las cosas. Dicha certitud, en gran medida, está condicionada y determinada por las posibilidades limitadas del pensar. Convencido de que no podría ser de otra manera, Leibniz ha dicho que el testimonio de la revelación divina es el más perfecto que existe:

“Hay, por último, un testimonio que prima sobre cualquier otro tipo de asentamiento, y es la revelación, es decir, el testimonio de Dios, que no puede ni engañar ni engañarse; y el asentamiento que le otorgamos se denomina fe, la cual excluye toda duda tan plenamente como el conocimiento más cierto, el punto consiste en haberse asegurado de que la revelación es divina, y saber que comprendemos su verdadero sentido; de otra forma nos exponemos al fanatismo y a errores debidos a una falsa interpretación”.

Para Leibniz, la certeza de la fe es superior a cualquier certidumbre. Con gran fe, concibió la certeza del conocimiento revelado y abrazó, como buena y válida, la metafísica trascendental, la cual sería su referente cardinal en sus reflexiones cognoscitivas. No obstante, no pudo obviar las intensas pulsaciones del azar, ni las paradojas sombrías de lo incognoscible.

Es verdad: el no saber es causa de incertezas que asombran la mirada y deslumbran la razón. Por tal motivo, pretender (desde el pensar mismo y sus divagaciones interminables) deshacer incertidumbres enraizadas en lo más profundo de la memoria horadada y entumecida por el desdén apesadumbrado y desesperante de los ímpetus de la desolación y las olvidaciones prematuras, sería un gran absurdo. Seguramente por eso, el pensamiento -desde su mismidad o tal vez más allá de ella- no podría obtener la cognición total de la realidad.

La razón de pensar, en cierto sentido, está fuertemente influenciada por el ser absoluto y sus distintas manifestaciones. A menudo, el pensamiento, sin poderlo evitar, sufre angustias desgarradoras y se expone a múltiples problemas lógicos e ilógicos.

Las incomprensiones, engaños, ambiciones desmedidas y otros males, atosigan y desafían la capacidad de pensar.

Acaso, no sería posible captar la esencia del pensar porque desconocemos el fundamento último del ser. Eso, de por sí, produce dudas e incertidumbres, sin las cuales la vida sería inconcebible.

Las dubitaciones del pensar, trascendida por lo impensado, estimulan el pensamiento, lo asombran e inquietan. Sus incesantes dudas, habría que decir, no son más que sustancia abstracta del pensar, mediatizado en el suspenso, sin la más mínima posibilidad de afirmar o negar. Por esa y otras razones, el pensamiento, en el límite indecible de lo especulativo (para no perderse en laberintos desconocido y mantener la lucidez en todo momento), tiene que manejar, de la mejor manera posible, la probabilidad, la duda y la certeza, sin olvidar -en ningún instante- la fuerza insustituible de la fe.