Nuestros derechos no crecen como dicen que crece nuestra economía. A veces parece que incluso decrecen en la práctica y en nuestros imaginarios y expectativas. La pasividad ante ciertas injusticas muestra que no entendemos que con cada derecho negado a otros aumenta el riesgo para nosotras, para nosotros.
La Comisión Nacional de los Derechos Humanos nos recuerda en su último informe una vieja abyección nacional: a la mayoría de las personas privadas de libertad se les niega también sus derechos humanos más elementales. Se les niega su dignidad.
De acuerdo con el informe, hay 26,000 personas privadas de libertad en 46 centros diseñados para, entre todos, albergar a 12,000 internos. La mayoría vive hacinada en un “cementerio de hombres vivos”, como se enfatiza en el documento. Alrededor de 14,000 de los internos se encuentran recluidos en cárceles de lo que llaman el viejo modelo, “concebido como un mercado donde todo se vende y todo se compra”.
Más del 80% de los internos son preventivos, así que muchos posiblemente son inocentes del delito que se les acusa. Y el 40 % ha cometido o se presume que ha participado en delitos menores, según la Comisión.
Activistas pro derechos humanos explican que con algunas acciones, como buscar penas alternativas para quienes cometieron delitos menores, esos espacios horrorosos podrían ser menos indignos.
La privación de libertad no debe ser concebida como venganza contra los desviados, sino como el último recurso para proteger a la sociedad y ayudar a quien, por circunstancias personales y casi siempre también por complejas injusticias sociales, ha cometido algún delito grave.
Recuerden estos datos: el 80 % de los privados de libertad no han sido sentenciados y el 40 % está en prisión por cometer o ser acusado de cometer un delito menor.
Cualquier confusión, error de juicio o incluso alguna fatal casualidad nos puede llevar también a nosotros a esos “cementerios de hombres vivos”. Y para cuando se aclare el error o cumplamos la pena podemos estar totalmente rotos, rotas por haber vivido entre la suciedad, el hacinamiento y la violencia.
La privación de libertad no debe ser concebida como venganza contra los desviados, sino como el último recurso para proteger a la sociedad y ayudar a quien, por circunstancias personales y casi siempre también por complejas injusticias sociales, ha cometido algún delito grave.
Pero la relación entre el sistema carcelario y la injusticia social es otra historia, para otra columna. Mientras tanto recordemos que las personas privadas de libertad no deben estar privadas de sus derechos humanos fundamentales.