A la luz de las sentencias del Tribunal Constitucional TC/0092/19, TC/0348/19 y TC/0052/22, se puede afirmar que esa alta corte ha tenido conciencia de la compleja relación que existe entre medios de comunicación, plataformas digitales y procesos electorales.
El espectro mediático-tecnológico, con su enorme diversidad de aplicaciones, es esencial para la valoración social de las instituciones políticas, de los candidatos y de las elecciones.
Uno de los patriarcas modernos de las Ciencias Políticas, el florentino Geovenni Sartori, patentizó a finales del siglo pasado la expresión “video-política” para advertir la forma en que el poder de los medios de comunicación y las imágenes estaban captando la política. Pero, ya en su célebre tratado Teoría de la Constitución, Karl Leowenstein (1957) establecía “una pragmática distinción entre aquellos órganos estatales que detentan y ejercen el poder en virtud de una investidura constitucional (…) y aquellos que de manera no oficial, indirecta y frecuentemente extraconstitucional, influyen y conforman el proceso del poder –los detentadores del poder no oficiales e invisibles”.
En su análisis sociológico del proceso del poder, Leowenstein vaticinó cuál sería el rol de la sociedad civil conjuntamente con el de los medios de comunicación: “en la época electrónica las técnicas de comunicación de masas se han convertido en el medio de enlace por el cual se facilitará a las masas la debida información sobre los hechos socioeconómicos, así como su interpretación ideológica”.
Setenta y cinco años después, la actual perspectiva de esa problemática nos ha llevado al fenómeno del impacto de las redes sociales en la política, lo que el filósofo surcoreano Byung-Chull Han denomina la liquidación de la clase periodística sacerdotal: “Hoy cada uno quiere estar presente en él mismo y presentar su opinión sin ningún intermediario. La representación cede el paso a la presencia, o la correpresentación”.
Anudado a este salto de la opinión pública y a sus repercusiones en la competencia electoral, no es de sorprender el interés de lo que Leowenstein llamó el poder con investidura constitucional (el legislador) en regular (controlar) este “poder extraconstitucional”.
En nuestro país, la respuesta a esa realidad de la lucha política se ha externado en el populismo penal, que se manifiesta en la “inflación” del castigo punitivo como medio para amainar el clamor popular contra los excesos que se cometen a través de los medios de comunicación.
Sin embargo, desde sus primeros precedentes sobre libertad de expresión (TC/0075/16) hasta el último (TC/0052/22), el Tribunal Constitucional ha ido perfilando una jurisprudencia que tutela los afanes propios de los procesos electorales: publicidad, propaganda y debate público.
Así, en la sentencia TC/0092/19, el Constitucional declaró inconstitucional el artículo 44.6 de la Ley 33-18, de Partidos Políticos, que pretendía penalizar con penas privativas de libertad los “mensajes negativos” que afectaran en redes sociales a políticos.
En tal sentido, el TC ponderó que: “…la libertad de expresión es un pilar fundamental para el funcionamiento de la democracia y del Estado social y democrático de derecho. En toda sociedad abierta o verdaderamente democrática, es indispensable, pues, la protección y promoción de la libre circulación de información, ideas y expresiones de todo tipo. El Estado tiene un deber esencial de garantizar neutralidad ante los contenidos y que no queden personas, grupos, ideas o medios de expresión excluidos a priori del debate público. Las personas, por su parte, tienen derecho a pensar autónomamente y a compartir dicho pensamiento, independientemente de su aceptación social o estatal y de que ofendan o perturben (…)”.
De su lado, la Ley 15-19, Orgánica de Régimen Electoral, contenía disposiciones en su artículo 284.18 que imponían penas de tres a diez años de prisión a quienes “violaran las normas constitucionales, éticas y legales sobre el uso de los medios de comunicación impresos, electrónicos y digitales, elaborando, financiando, promoviendo o compartiendo campañas falsas o denigrantes con piezas propagandísticas y contenidos difamantes e injuriosos contra el honor y la intimidad de los candidatos o del personal de las candidaturas internas u oficiales de los partidos, movimientos o agrupaciones participantes en los procesos electorales”.
Al juzgar como incompatible con la Constitución la referida norma, el TC consideró que, “los procesos electorales están íntimamente vinculados a la libertad de expresión e información, ya que para que los ciudadanos puedan llevar adelante sus decisiones en el momento de votar, es indispensable que cuenten con la mayor cantidad de información posible. Para esto, es crucial que los hechos, las ideas y las opiniones circulen libremente. Sin lugar a dudas, el modo más común que tienen los ciudadanos de informarse en la actualidad es a través de los medios de comunicación de masas” (Sentencia 0348/19).
El último precedente en esta materia lo estableció la sentencia TC/0052/22, que anuló la prohibición de difusión de propaganda en los medios de comunicación durante la precampaña electoral.
El párrafo 7 del artículo 44 de la Ley 33-18 proscribía la promoción política de candidatos a través de medios publicitarios durante el período de precampaña electoral, lo cual fue juzgado inconstitucional por el máximo intérprete de la Constitución al estatuir que, “la limitación que impone la norma atacada más que ir en beneficio de la colectividad, limita uno de los derechos fundamentales más importante de nuestro ordenamiento constitucional, como lo es la libertad de expresión”.
La labor del TC como legislador negativo no sólo ha sido profiláctica al expulsar del ordenamiento jurídico aquellas normas que afectaban el debate público, sino que son una palmaria manifestación del empoderamiento ciudadano de organizaciones como la Fundación Prensa y Derecho, que ha llevado todas estas acciones procesales ante la magistratura constitucional.