Hasta el infortunado año de 1968, los años sesenta fueron la mejor década para la cultura checoslovaca en la era socialista. Fueron años de cierta apertura, de libertad de pensamiento y debate crítico y abierto de las ideas. Años de entusiasmo y esperanza en una renovación interna del socialismo real. Durante esa década, en Checoslovaquia se publicó gran parte de la obra de Kafka. En 1963 se celebraron allí las memorables conferencias sobre Kafka. Después, tras el fin de la pesadilla estalinista, hubo un esfuerzo de rehabilitación del gran autor. Su nombre fue utilizado como punta de lanza por el movimiento liberal de escritores checoslovacos en la Primavera de Praga de 1968.
Lo que vino después ya se sabe. Las tropas del Pacto de Varsovia invadieron el pequeño país centroeuropeo. La intervención soviética de 1968 puso fin al intento de liberalización del socialismo. El experimento fracasó y el sueño se derrumbó. Luego se dio inicio al período de la llamada “normalización”, que duraría veintiún largos años. Kafka cayó de nuevo en desgracia, como tantos otros escritores contemporáneos. El ancien régime puso en marcha una estrategia de silencio y olvido.
En los últimos dos años del régimen comunista, de los que fui testigo, hubo un torpe simulacro de apertura. En la extinta Unión Soviética imperaba la nueva política reformadora y aperturista de Mijail Gorbachov: la perestroika y la glásnost. Presionados por las nuevas circunstancias externas, los dirigentes checoslovacos, de probada línea dura, fingieron contemporizar con Moscú. Se hicieron tímidos e irrelevantes ensayos de “transparencia”. En las salas de cine se proyectó alguna que otra película erótica y las casas editoriales llegaron a publicar algún que otro autor prohibido. El turno le tocó también a Kafka. A principios de 1989, poco antes de los grandes cambios políticos, el régimen preparaba nuevas ediciones de las novelas El castillo, América, El proceso y una colección de cuentos de Kafka, que serían distribuidas en el curso de los próximos años. Quizá lo más acertado fue lo que dijo por entonces su editor en la editorial checa Odeon, expresando un viejo sueño de libertad: “Kafka debiera estar disponible todo el tiempo en las librerías”.
Después
Tuvo que venir la revolución de noviembre de 1989 para que Kafka se instalara de nuevo en el corazón mismo de su hermosa ciudad. La Revolución de Terciopelo reivindicó las libertades públicas. La democracia y la libertad retornaron a la nación checoslovaca. Se abolió la censura de prensa y de libros. Se eliminaron los odiosos index. Muchos autores prohibidos fueron rehabilitados. Empezó una nueva era.
Hoy día la obra de Kafka se publica y se reedita sin cortapisas, y sus libros aparecen en las buenas librerías de Praga y del interior de la República checa, como en cualquier otra ciudad europea.
Pero también hay una presencia exagerada y banal de Kafka para consumo de frívolos turistas. Es la versión light del autor. Con la amplia difusión de su leyenda, se corre el riesgo de caer en la banalidad. Antes casi no existía, hoy existe demasiado. Con la aparición de la sociedad de consumo, ha pasado a ser un artículo más que se compra y se vende. El voraz turismo de masas se lo traga. El nombre y el rostro de Kafka aparecen hoy en las calles céntricas de Praga, convertidos en camisetas, gorras, tarjetas postales, folletos, broches y todo lo que se le puede vender a un turista. He visto camisetas con horribles dibujos de un Kafka de rostro enjuto y largas orejas, como un murciélago posado encima del Castillo de Praga. Un café de la calle Pařížská lleva su nombre. Los esnobs hablan de él sin conocer su obra, sin haberla leído.
En la recepción actual de la obra kafkiana no faltan las incomprensiones del público. Recuerdo haberlo conversado más de una vez con mi amigo Ariosto Sosa. Habíamos escuchado muchas tonterías en la vida y una de ellas la solíamos escuchar de labios de algunos jóvenes checos. Cuando les hablábamos de Kafka nos decían que no le comprendían porque era un autor “muy difícil de entender”, “muy oscuro y complejo”, “lleno de simbolismos”. Les respondíamos que, si no comprendían a Kafka, tampoco podrían comprender gran parte de la literatura contemporánea. Ignoraban que la obra de Kafka se fundaba en una visión alegórica, en una experiencia irracional, en una imagen metafísica del mundo que era preciso interpretar, descifrar, descodificar. Lo más penoso era que muchos de esos jóvenes que hablaban de Kafka sin haber leído una sola página de su obra eran estudiantes universitarios de humanidades. Y se extrañaban cuando les revelábamos que en nuestro país se le conocía y leía, y que era autor preferido entre escritores e intelectuales. Aquellos jóvenes centroeuropeos no podían creer que en una pequeña y remota isla caribeña se conociera y leyera a Kafka.
Pero, después de todo, Kafka está hoy disponible todo el tiempo en las librerías checas. Esta es, acaso, la mejor forma posible de inmortalidad que se le puede otorgar a un autor, y quizá la única que nos debiera importar. La otra presencia de Kafka en Praga que aún reclamo es la del escritor personal e íntimo, solitario y angustiado, ajeno a modas e imposturas. Frente al uso consumista de esnobs y turistas voraces, el Kafka con el que me quedo es el que siempre he conocido y creo auténtico: el de la angustia, el absurdo del mundo y el dolor de ser y estar vivo.
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