"Los hechos son tercos, y por mucho que nuestros deseos, nuestras inclinaciones o el dictado de nuestras pasiones puedan desviarse, no pueden alterar el estado de los hechos y de la evidencia"-John Adams, uno de los padres fundadores de Estados Unidos.
Generado por: Julio Santana
En nuestros días, la apariencia y la simulación reemplazan a la objetividad, y las mentiras o tergiversaciones se presentan como verdades indiscutibles. Este fenómeno no solo se manifiesta en redes sociales, donde personas con limitada educación y cultura general se proyectan como figuras ejemplares y referentes sociales, sino también en los medios de comunicación, en los discursos de reconocidos líderes políticos e incluso en las instituciones educativas.
Vivimos en la era de la posverdad en la que la objetividad ha sido desplazada por subjetividades que obedecen a intereses individuales, de grupos o económicos. En un contexto global, la manipulación se convierte en un recurso para afianzar posiciones de poder y alcanzar objetivos ocultos mediante la distorsión o satanización de países o figuras percibidas como amenazas. Las noticias falsas y las más leídas columnas de prestigiosos medios retuercen los hechos, moldean las reales funcionalidades de ciertas democracias presentándolas como idílicas, y los rumores y bulos se consolidan como herramientas de desinformación, manipulación y notoriedad.
Un claro ejemplo de la manipulación narrativa es el proceso de las recientes elecciones en Estados Unidos. Las falsas crónicas y las emociones superaron a los hechos objetivos. Los discursos de los candidatos carecieron de profundidad y se centraron en exaltaciones emocionales y en el conveniente olvido de sus propias trayectorias políticas. Las verdades quedaron relegadas o fríamente sepultadas o manipuladas frente a un público que recibe las historias sabiamente preconcebidas como revelaciones de seres superiores.
La criminalización de Rusia es otro ejemplo de cómo se construyen narrativas para justificar la permanencia de intereses hegemónicos. Durante años, las élites occidentales insisten en presentar a Rusia y a su presidente, Vladímir Putin, como amenazas globales, tejiendo hábilmente acusaciones de represión interna, propaganda sobre la agresividad y brutalidad “innata” de los rusos y terroríficas historias sobre la eliminación física de adversarios.
Este viejo discurso se ve hoy enriquecido con la operación militar rusa en Ucrania, aviesamente tergiversada en sus reales motivaciones por Occidente para justificar acciones que violan sus propias reglas de juego y benefician en gran medida las corporaciones militares con un incremento de su influencia y de sus ingresos. Esta narrativa sobre Rusia persiste, al mismo tiempo que sus intentos diplomáticos para que se atiendan sus preocupaciones sobre seguridad y otros temas son ignorados.
Por otro lado, el caso de Donald Trump ilustra la incongruencia entre la imagen y los hechos. Se le presenta como un defensor de la paz mundial o un supuesto aliado de Rusia, una percepción que contradice a profundidad su historial político. Durante su pasado mandato, Trump adoptó políticas exteriores agresivas, endureció el bloqueo a Cuba, impuso sanciones a Venezuela, y apoyó un gobierno paralelo en Bolivia. También fue él quien amplió el apoyo militar a Ucrania enviando armamento letal y ordenó el asesinato de Qasem Soleimani, comandante de la llamada Fuerza Quds iraní en las cercanías del aeropuerto de Bagdad, lo que deja en evidencia una política mucho más conflictiva de lo que sus discursos y promesas sugieren.
Es previsible que el enfoque de Trump hacia el conflicto en Europa del Este introduzca algún cambio importante, no precisamente para merced de los intereses ucranianos, sino porque los intereses estratégicos en Oriente Medio continúan relegando el mencionado conflicto a un segundo plano.
La verdadera prioridad de Estados Unidos y sus aliados europeos en este conflicto no parece ser tanto la defensa de Ucrania, sino más bien el debilitamiento de los lazos entre Europa y Rusia, junto con el objetivo de erosionar la economía y la autonomía de esta última. Esta estrategia facilita la consolidación de la influencia del complejo militar-industrial occidental y refuerza los intereses económicos y militares de la alianza atlántica en la región, sin dejar mantener y defender la idea de un mundo unipolar que, en realidad, ya ha dejado de existir.
Tanto demócratas como republicanos comparten la continuidad de sus políticas exteriores intervencionistas, aunque cada uno aplique sus propios matices. Pese a presentarse como opuestos en la esfera pública, ambos partidos sostienen una agenda bipartidista orientada a consolidar el dominio geopolítico de Estados Unidos. Esta agenda se apoya en una retórica que enfatiza antagonismos ideológicos, mientras omite el hecho de que las políticas exteriores de ambas administraciones -desde Obama hasta Trump y Biden- han contribuido a la generación de conflictos globales y regionales sin que tenga mucha importancia la distinción partidista.
En medio de la enorme falacia de relatos y distorsiones interesadas, el rigor en el análisis de datos se torna esencial. Parafraseando al periodista Philip Graham, la labor periodística no es solo mostrar ambas versiones de una historia, sino buscar la verdad, hoy necesitamos una visión crítica que nos permita abrir la “ventana” y verificar los hechos, superando la posverdad y los sofismas que actualmente predominan en la comunicación global.
La era de la posverdad ha popularizado el sofismo o paralogismo, promoviendo interpretaciones erróneas y un desdén por los hechos en favor de narrativas e imágenes artificialmente generadas, alimentadas por la expansión de un desinterés ciudadano inducido y una ignorancia en creciente difusión. Para contrarrestar este fenómeno perjudicial y cada vez más evidente, es fundamental recuperar un enfoque basado en la objetividad y en la genuina búsqueda de la verdad.