En el año 1981, el Liceo de Prácticas y Experimental de la Universidad Nacional Pedro Henríquez Ureña estaba en parte de los terrenos actualmente ocupados por IKEA y algunos edificios de apartamentos. Hasta 1987, año en que salimos del colegio, mi amiga Giovanna y yo pasábamos los ratos de ocio sentadas bajo un almendro conversando sobre lo mal que lo pasábamos en las aulas y la maravillosa vida que tendríamos una vez que termináramos el bachillerato.
Dábamos por hecho que el futuro sería generoso con nosotras. Ambas teníamos una familia fantástica, aunque quizás por ese entonces no lo supiéramos. Nuestra esperanza en el futuro no estaba fundada ni en el colegio al que asistíamos ni en algún extraordinario talento que tuviéramos (que Giovanna sí lo tenía, por cierto). La certeza de un futuro bueno se fundamentaba en la experiencia que nos comunicaban nuestros padres y los demás adultos que nos rodeaban.
Hoy día a muchos jóvenes les cuesta pensar en el futuro con optimismo y alegría. No siempre se trata de un trastorno de salud mental, sino de pura desesperanza. Los jóvenes, que históricamente eran considerados modelos de confianza irracional en el porvenir, viven hoy con la misma angustia que experimentan los mayores que les rodean y, en no pocos casos, con una mayor. Se tiende a pensar que esto se debe al miedo que sienten ante los desafíos económicos que les toca enfrentar.
Sin embargo, considerando que a cada generación le toca atravesar sus propios retos, no parece que sea ese el único problema. Giovanna y yo, bajo aquel almendro, en abril de 1984, vimos pasar vehículos llenos de guardias armados para intentar controlar los disturbios y protestas que había en el Ensanche La Fe, La Agustina y Cristo Rey, por causa de los altos precios de los alimentos, por la devaluación del peso dominicano y la firma de un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional. Por causa de aquella “poblada” de abril de 1984, en todos los barrios de Santo Domingo y del interior del país se suspendieron las clases en las escuelas y muchas empresas cerraron. Así que los jóvenes de entonces tuvimos chance de conversar con nuestros padres sobre lo que ocurría en nuestro país y sobre el futuro que nos esperaba. Nuestros padres, que habían vivido la era de Trujillo, el golpe de Estado de 1963, la revolución de 1965 y los doce años de Balaguer, pudieron transmitirnos la idea de que, a pesar de todo, las cosas podrían mejorar si entre todos trabajábamos para lograrlo.
La desesperanza de hoy puede que tenga otras causas que se relacionan con las presiones sociales y los mecanismos de validación personal que se han popularizado, con el desarraigo y la falta de seguridad en los vínculos afectivos. Ya nadie tiene dudas sobre la correlación del aumento en el uso de las redes digitales y los síntomas de tristeza, ansiedad y soledad entre los adolescentes y los adultos jóvenes. La amenaza del cambio climático puede que esconda un peso adicional: la falta de capacidad para abordar los desafíos medioambientales, no tanto por falta de herramientas o talento, sino por la ausencia de voluntad para hacer los sacrificios necesarios en aras de construir comunidad junto con otros.
Algo tenemos que hacer para ayudar a los más jóvenes a creer que es posible alcanzar “un porvenir lleno de esperanza” (Jeremías 29,11), que ya desde el Antiguo Testamento aparecía como una promesa bíblica. El “Informe sobre la felicidad en el mundo 2024” afirma nuestra responsabilidad colectiva en fomentar el bienestar de las próximas generaciones, no tanto porque son “la mano de obra de mañana” — como les llama el Foro Económico Mundial—, sino porque en verdad sobre los jóvenes de hoy se construye el futuro de todos.
Sin embargo, “fomentar el bienestar de los jóvenes” muchas veces se confunde con sobreprotegerlos, con evitarles toda la frustración y el aburrimiento que nosotros sí vivimos (y que nos contábamos bajo un almendro en los tiempos en que se dependía de la secretaria del colegio para hacer una llamada), lo cual puede contribuir a convertirlos en personas frágiles “como un cristal”.
El voluntariado tiene entonces una palabra que ofrecer en este asunto. Algunos estudios demuestran, por ejemplo, que el hacer servicio voluntario en favor de buenas causas activa la misma parte del cerebro que normalmente se estimula con placeres como la comida y el sexo. Entonces, mejorar la vida de los demás podría ser una pieza esencial del desarrollo social y emocional de los jóvenes que les ayuda a desarrollar mayor confianza en los vínculos y un sentido de propósito de vida que les permita no solo creer que el futuro puede ser bueno, sino que también les de la fortaleza para construirlo.
Además, hacerse voluntario ayuda a rehabilitar actitudes interiores de las que se goza en la niñez y se suelen ir perdiendo progresivamente durante la adolescencia: la capacidad de experimentar satisfacciones que no se asocian con una mayor capacidad económica y la libertad de no necesitar un constante reconocimiento. Ambas cosas —en estos tiempos en los que la sociedad enaltece el ego, el éxito y el dinero— son esenciales para desarrollar empatía y sortear los fracasos con los que todos tenemos que lidiar, irremediablemente, en más de un momento, durante la adultez.
A cualquier edad el vínculo con otros seres humanos a quienes podemos enriquecer con nuestros conocimientos o dones es esencial. Sabernos útiles y necesarios para el bienestar de otras personas genera una sensación sanadora de conexión y pertenencia con la sociedad en que vivimos. Pero para los jóvenes es aún más importante. A ellos además les hace bien descubrir una vocación personal que les ofrezca razones para luchar, para desear hacerse adultos y soñar con la posibilidad de mejorar el mundo que habitan, junto a los amigos con quienes pasan el tiempo de ocio dentro y fuera del patio del colegio.