“En rigor nada tiene significado, pues cuando no existía ningún hombre pensante no había nadie que interpretara los fenómenos. Sólo tiene significado lo no comprensible. El hombre ha despertado en un mundo que no comprende, y por eso trata de interpretarlo”.
Jung.

En mi infancia la muerte de gente cercana me impresionó profundamente. Alguien con quien había hablado (un médico que me había examinado y me preguntó varias cosas) a la semana de esa consulta mi madre me dijo que había muerto. El consejo materno fue orar un padrenuestro al dormirme por el bienestar de su alma. Pero al hacerlo, y creo que lo hice por meses, evocaba el tono de su voz casi como si me estuviera hablando.

La noticia de que mi abuela, y al poco tiempo mi abuelo, paternos, habían muerto en A Coruña, sin yo conocerlos, me sumergió en más oraciones al dormitar y el deseo de conocerlos de alguna manera. Mi sabia madre me dijo algo que me marcó hasta hoy: “David, ellos están en el cielo cuidándote”. Viéndolo en el otro extremo de mi existencia, saber que dos abuelos que nunca conocí me cuidaban de alguna manera forjó en mi corazón un sentimiento muy hermoso.

La muerte de mi madre en el 1992 y la de mi padre en el 2008, en ambos casos estaba muy lejos de ellos por diversas circunstancias, provocó en mí sueños recurrentes donde ellos aparecían, me decían algo o simplemente los veía y ellos me miraban. Quizás es lo más cercano que he estado de dialogar con alguien que ha muerto. La pandemia fue algo terrible, perdí no menos de una decena de amigos cercanos, de mi infancia, de mi adultez, prácticamente sentí que mi círculo más íntimo se reducía de manera dramática. Y con algunos de ellos sí que me gustaría poder sentarme a conversar sobre tantos temas que nos nutrieron mutuamente.

El testimonio que acabo de dar no es tan singular, con muchos he hablado de estas cosas y la sintonía es asombrosa, desde gente joven hasta ancianos, de alto nivel educativo a una formación básica. De diversas culturas y creencias religiosas muy distintas. Algún que otro caso me he topado con gente cuyo cerebro está programado sólo para aceptar lo que le dice un libro sagrado o par de fórmulas matemáticas, y hasta se horrorizan de pensar en temas como este. El miedo es más poderoso en algunos especímenes humanos que la tolerancia o la curiosidad, y cuando se hunde en el dogmatismo nos encontramos con espectáculos aberrantes como el reciente de Mayor Oreja en el Senado del Reino de España.

Prácticamente en todas las comunidades humanas en etapas iniciales de desarrollo encontramos prácticas y ritos que buscan comunicación con divinidades y difuntos. Es algo tan medular a la mente humana que se puede asimilar a las tesis de los arquetipos de Jung en el substrato del inconsciente colectivo. Todos necesitamos seguir comunicándonos con quienes han muerto. Ayunos, substancias psicotrópicas y rituales de cantos y danzas por horas contribuyen a que se “vea” lo que se anda buscando. En la actualidad grupos carismáticos y pentecostales reproducen esos métodos para lograr cierto grado de éxtasis entre sus feligresías. Una fiesta de palos en la Maguana, con suficiente alcohol y baile, sincronizando con el ritmo de los tambores lleva a vivir experiencias “trascendentes”.

Pero no hay que ir a la selva, en una sociedad tan sofisticada como la de la clase media y alta europea del siglo XIX se extendieron experiencias espiritistas que buscaban la comunicación con muertos a través de médiums. Reuniones en torno a una mesa, con todos tomados de la mano, se convertían en curiosas expresiones de comunicación con los que viven en el “más allá”, siempre plagados de trucos y estafas, pero movilizados por el ansia de querer volver a hablar con quienes ya no está entre nosotros.

Un sabio profesor de filosofía al inicio de los 80 me hizo caer en cuenta algo que hasta ese momento no percibía. ¡Claro que se puede hablar con los muertos y lo hacemos a menudo! Sentarnos a leer a Platón, aunque sea por una traducción, es hablar con un muerto que lleva en ese estado más de dos milenios. Incluso se le pueden hacer preguntas… ¡y las contesta! No todas por supuesto. Su estilo de escritura (el diálogo) es ideal para hablar con los vivos del presente. Y eso que él rechazó que la filosofía tuviera valor en el texto escrito, porque el acto de filosofar siempre es el diálogo espontaneo, oral.

Como sociedad, más bien, como comunidad, somos la urdimbre en un telar que es la vida, el tiempo, que va produciendo ricos y variados géneros, de diversos colores y diseños, algunos de calidad y fortaleza, otros de baja ralea y deshilachados. No es homogénea la experiencia social y si nos fijamos solo en la de mejor calidad, no nos engañemos, la mayor parte son trapos que agotan la existencia de la mayoría en desatar la codicia, la envidia, el prejuicio o la pulsión por controlar a los otros. Las redes sociales son un buen ejemplo actual de semejante engendro.

Si tenemos suficiente tiempo de vida experimentaremos la pérdida de unos y la llegada de otros, nos quedará el ansia de seguir hablando con los que se fueron y nos maravillaremos de las muchas cosas que nos comunicarán los que arriban a nuestra existencia. En el fondo, para poder hablar, para que el diálogo ocurra, se debe cultivar el silencio. Únicamente el silencio permite escuchar y exponer con serenidad. Una cosa es dialogar y otra “hablar”, como cháchara, como se acostumbra hoy en los medios sociales y la política de extrema derecha.

Pablo d’Ors en su Biografía del silencio -texto que motivo a leer a todo el mundo- nos da la clave de porqué, ni los muertos, ni los vivos, ni lo trascendente, ni lo inmanente, nos habla…porque no hacemos silencio, porque no cultivamos el silencio, que es la condición fundamental para escuchar. Y el silencio no es simplemente dejar de hablar, es serenar el espíritu, el torbellino que usualmente desquicia nuestra mente desde que despertamos hasta que dormimos…y que muchas veces no nos deja dormir. Silencio que demanda alejarnos del bullicio de la calle y de las redes sociales, de nuestras ansias por el futuro y nuestras culpas del pasado. Quizás los muertos nos hablen, pero no los escuchamos porque no hacemos silencio.