La semana pasada escribía sobre los esfuerzos desplegados y acogidos por el Museo de Arte Moderno de Santo Domingo para ampliar la vivencia de la XXX bienal y de la apreciación de las pinturas producidas nacionalmente. En este mes de diciembre, junto a un grupo de colegas, estuve haciendo el ejercicio en el sentido inverso: buscando obras de arte, más que nada pinturas (se colaron esculturas y fotos) para ilustrar el evangelio de Lucas.
Por las redes sociales habíamos recibido la invitación de leer un capítulo diario de este libro de la Biblia y, para hacerlo más ameno, buscamos pinturas que retrataran las lecturas. Del tiro empieza uno a entender a la Iglesia católica y su uso de las imágenes para transmitir un mensaje. En el libro “El infinito en un junco”, de Irene Vallejo, se lee cuán difícil fue para la humanidad durante mucho tiempo el registrar y guardar la información. Los libros eran caros, laboriosos y/o vulnerables. A esto se le sumaba el problema del analfabetismo. Una vez transcritos los textos, no mucha gente era capaz de poder leerlos. Con el ejercicio de buscar la imagen, también se hace evidente de que, más allá de las precariedades materiales, estaba la disyuntiva sobre las de asimilación del contenido. Cada versículo puede ser sujeto de numerosas interpretaciones.
A pesar de estos obstáculos, ha sido una interesante descubrir la permanencia en el tiempo de este interés por conocer, interpretar y repetir los mensajes bíblicos. No se trata de una disciplina que se circunscriba al pasado, es una vocación de mucha actualidad. Naturalmente, en la época medieval y geográficamente en las colecciones del Vaticano hay un gran acervo de obras de arte alusivas al Nuevo y al Viejo Testamentos, pero la producción iconográfica, aunque acompañada de otros intereses, ha seguido aumentando en número y en variedad.
Gracias al abaratamiento de los costos, muchas más personas tienen hoy día reproducciones religiosas que lo que solía ser el caso hace tan solo cien años, como se puede verificar con la imagen del Cristo de la Misericordia, cuya primera manifestación data de 1934 y la más difundida de 1944 (en justicia, esa no es una imagen bíblica, sino el producto de una experiencia mística de una monja polaca). Más recientemente, nos encontramos a un Jesús sanando a un ciego pintado en el siglo XXI por un hombre nacido y criado en la Unión Soviética, es decir, en el epicentro del “comunismo ateo y disociador” y quien, sin embargo, a raíz de su servicio militar en zona de guerra, experimentó una conversión religiosa.
Ya en el ámbito más cercano de lo producido a escala local, tenemos casos de transformaciones individuales, como la del escultor Antonio Prats Ventós, que empezó haciendo un Cristo lleno de hoyos (estuvo mucho tiempo en el altar de la nave central de la Iglesia de la Santísima Trinidad), pasó por un árbol para la Virgen mucho más frondoso que su propio “Bosque” y terminó con un nacimiento colorido y con brillo que hoy adorna una de las capillas de la Catedral Santa María la Menor. Buscando manifestaciones artísticas de los mensajes bíblicos aprendemos de pintura y de sociología.