Nos introducimos, reiterando que, antes de la pandemia, en todas las sociedades del mundo venían produciéndose profundas transformaciones y evidentes cambios que los seres humanos en su cotidianidad avasallante poco advertían.
La gran carga provocada por múltiples actividades que nos resultan infinitas e inacabables van impidiendo y sustituyendo el espacio dedicado al pensamiento, para la creación y recreación de ideas que impactarían en el alma de los seres humanos.
Se acabó la época en la que, intelectualmente, las peñas y tertulias eran parte un ejercicio de interacción humana, basado en intercambio de ideas que se convertía una especie de terapia y crecimiento del espíritu.
Vivimos en un mundo de la prisa para ganar tiempo y perder vida. La zozobra y la angustia se han ido apoderando del quehacer cotidiano de la gente como sujetos sociales en su diario vivir.
Las simples actividades personales, familiares, sociales, políticas, culturales y comunitarias son relegadas para un futuro que casi nunca llega. La gente va perdiendo la sociabilidad y la indiferencia y la desconfianza se adueñan de su ser. La gente no convive, sino que, apenas, vive. Caminamos hacia la no asociación de los seres humanos.
La cortesía y los saludos se van perdiendo en los espacios públicos. Cualquiera es simplemente cualquiera. Ni más menos ni menos.
En las largas filas de los bancos, la gente guarda silencio y no habla con nadie. Antes, a los pocos minutos de hacer una fila en lugar público, tú saludabas a alguien y conocía muchas cosas de su vida, especialmente las actividades a las que este se dedicaba.
La pandemia aceleró lo que ya era un hecho que venía manifestándose, producto del cambio de época en la que la conversación verbal está amenazada de muerte.
Durante la pandemia podíamos pensar en la posibilidad de que los seres humanos fueran menos egoístas y más solidarios. Sin embargo, parecería que el egoísmo, el consumismo y la indiferencia han ganado terreno.