Para un dominicano el béisbol es otra religión. Somos fanáticos de esa pasión deportiva que llevamos en la sangre desde niños,y que practicamos –los varones– con el sueño o la ilusión de alcanzar el estrellato, jugar con nuestro equipo preferido local o entrar al templo de las Grandes Ligas, al Big Show. Los que jugamos pelota, desde temprana edad, lo hicimos imitando a un ídolo o héroe del béisbol, y en especial, a quien jugaba –o juega– la misma posición ofensiva o defensiva –o como lanzador o bateador. Esa fascinación o pasatiempo, del deporte nacional, la ejercemos imitando la actuación de los jugadores: viendo los juegos por televisión, escuchándolo por la radio, o yendo al play.

El béisbol está vinculado a nuestra educación sentimental, a los ritos de pasos, de aprendizaje y de iniciación, para cultivar el cuerpo y la mente, la amistad y la competencia sanas, y para ejercitar las facultades psicomotoras –y cuando ya no tenemos las mismas destrezas físicas, nos pasamos al softball. Heredamos la afición al equipo preferido de nuestros padres o hermanos mayores, más allá de todo regionalismo o provincialismo. A menudo, seguimos a un jugador determinado o a un equipo, de modo espontáneo.

Crecí practicando el béisbol imitando a Pete Rose: jugando su posición donde descolló: la tercera base, aunque jugó antes otras posiciones. Su estilo de juego agresivo, intenso y ofensivo, era proverbial. Pete no corría: volaba por las bases. Creó una forma de deslizarse en las bases, y en especial, en el home play: de cabeza. Era capaz de derribar al cátcher, y hasta lesionarlo (como lo hizo en más de ocasión). Con su pelo descuidado, corría con ímpetu, como impulsado por una locomotora, pese a que no tenía piernas largas y a que era un poco regordete, pero, al jugar con tanta entrega, pasión y furor, le inyectaba tal energía a la contienda, que contagiaba al resto del equipo y encendía el juego. Tenía pues espíritu de cuerpo. O, más bien, jugaba solo o para sí mismo, pero irradiaba al team, su sanguíneo dinamismo.  Era difícil de ponchar porque medía la pelota y bateaba con los ojos bien abiertos: no bateaba bolas fuera de la zona de strike. Se agachaba, miraba con vista de águila al pitcher, adivinaba el tipo de lanzamiento, y bateaba para cualquier bando. Se iba con el lanzamiento, y por eso bateaba sin dificultad, sin esfuerzo, y a veces solo bastaba con ponerle el bate a la bola, y lo convertía en hit. Era un jiteador, un estilista del bateo, que sabía colocar la pelota en tierra de nadie, con precisión geométrica, a su gusto y criterio. Así pues, fue un geómetra del hit, ya que, donde ponía el ojo, colocaba la pelota, bateándola con puntería de francotirador. Como no aspiraba a dar jonrones (solo dio 160 en toda su carrera), sino solo hit, nunca miraba la pared; y quizás su longevidad y dilatada carrera se deben a que no se esforzaba intentando dar batazos largos o jonrones sino batazos cortos, pero contundentes y a veces de líneas candentes. Siempre se fijaba en la dirección de la pelota lanzada por el pitcher. No temía a ningún lanzamiento. Parece que era un mago porque adivinaba el giro de la pelota. Bateaba igual a la zurda como a la derecha. Creo que ningún otro bateador era capaz de batear a la vez, y con tanta intensidad, a ambas manos (me gustaba más verlo batear a la zurda). Pienso que fue el mejor ambidextro de la historia porque lo hacía con la misma precisión y fuerza, tanto de un lado del home como del otro. Artífice del hit, rompió el récord de Ty Cobb, de 4,189, el 8 de septiembre de 1985, una marca que parecía irrompible. Ahora es la suya la que parece imposible de romper. Conectar 4, 256 hits será la meta de todo jugador. Y también, el sueño y la ilusión.

Acusado de apostar contra su propio equipo como jugador y manager, fue suspendido de por vida del béisbol y como opción para entrar al Templo de la Fama de Cooperstown, pero su récord lo trasciende, y sus números son indiscutibles. También su hazaña es imborrable. Su lugar en la historia del Big Show dejó una huella inmarcesible y una inspiración como mito histórico del béisbol. Como primer bate de la Maquinaria Roja de los Rojos de Cincinnati de los años setenta, casi siempre iniciaba las rebeliones ofensivas hasta hacer reventar a los lanzadores. Cuando el equipo estaba aletargado en un juego, Pete Rose empezaba a despertarlo del marasmo, rompiendo el hielo, o el partido en blanco, hasta hacer virar la pizarra, saltar al lanzador y obtener el triunfo. Con Pete, un juego se perdía solo con el out 27. No daba el jonrón salvador o triunfador como los jonroneros Johnny Bench, George Foster, Joe Morgan o Tany Pérez, la tanda fuerte. Pero como tercera base era una fiera, defendiendo su zona, desplazándose a ambos lados, pese a que no tenía un brazo potente. Llegó a ganar tres guantes de oro como antesalista, por su capacidad de desplazamiento y marcha agresiva a los batazos. Pero su nombre quedará en la historia de las Grandes Ligas, no tanto por su condición de antesalista de oro como por su bate siempre encendido, que sacaba y giraba con velocidad eléctrica y enceguecedora. No tocaba, era difícil de abanicar, y era capaz de convertir un hit en doble y un doble en triple, por su agresividad al correr, pese a que no era un robador de bases. También era difícil ver un juego en blanco para o sin hit Pete. En cada juego daba un hit o más de uno. Se ponía ansioso si no conectaba de hit.

En 1978, seguimos día a día, su racha de hit, tras el récord de Joe Di Maggio, de 1941: Pete llegó a 44 juegos en línea conectando de hit. Se quedó a 12 de Di Maggio, quien conectó de hit durante 56 juegos seguidos. Los fans de Pete celebrábamos cada hit y esperábamos cada partido con los dedos cruzados y los ojos y los oídos bien abiertos. Cada récord que rompía de hit, era una fiesta, hasta que logró romper la marca de Ty Cobb, que parecía una utopía. Al fin, Pete lo logró, y se convirtió en un seguro y futuro inmortal de Cooperstown, hasta que en 1989 ocurrió la desgracia que manchó su carrera como apostador ludópata (lo admitió, pero dijo que nunca contra su propio equipo, ni cuando era jugador, aunque quedó la duda, que se llevó a la tumba). Para sus fans fue una tragedia, un castigo y una condena, de la que siempre esperamos su perdón, su resarcimiento y su reivindicación. De todos modos, la sanción del Comisionado de Béisbol de entonces, Bart Giamatti, no conoció el perdón, pues este murió repentinamente de un paro cardiaco semanas después, como si fuera un castigo a pagar por su sanción a Rose.

El 30 de septiembre de 2024, el corazón de Pete Rose dejó de latir, sin conocerse su perdón ni su indulgencia, y fuera del templo de los inmortales del béisbol de los Estados Unidos. Queda su récord, que no se puede borrar. Queda su estilo de juego. Queda su memoria de jugador agresivo y entregado, que jugaba como un loco, como un poseído por un espíritu demoníaco. Y que inventó deslizarse de cabeza, no de pie: revolucionó el béisbol, sacándolo de la lentitud y la pasividad. Y haciendo de este pasatiempo deportivo, una religión del cuerpo y del alma, un juego a muerte, entre la pelota y el bate, y cuyo estilo de jugar, impregnaba, irradiaba y proyectaba a su fanaticada, hasta contagiarla, hasta el delirio, con su entusiasmo y pasión, entre la vida y la muerte. Jugaba con tal fervor como si se jugara la vida, y lo hacía para dar el hit impulsador o ganador, o para romper el cero del juego. Quizás jugaba así por sus apuestas –o contra sus apuestas. Lo cierto es que provocaba furor en las gradas, las preferencias y los bleachers, entre los fanáticos.

Fue elegido 17 veces al Juego de Estrellas, ganó dos veces la Serie Mundial con los Rojos de Cincinnati (contra los Yanquis y contra Boston), donde fue escogido dos veces el MVP, y en 1973, el MVP de la Liga Nacional. Fue el primer bate de los Reds de Cincinnati, equipo con el que ganó las coronas en 1975 y 1976, y en 1980, con los Philis. La clave de su éxito para lograr sus hazañas de hits reside en que jugó hasta los 44 años, en 24 temporadas, en las que alcanzó al menos 200 hits en 10 ocasiones, y 303 de promedio de bateo de por vida, en una carrera comprendida entre 1963 y 1986, con los Rojos de Cincinnati, los Filis de Philadelphia y los Expos de Montreal; se retiró, tras retornar a los Rojos, como manager-jugador. Su primer año en Grandes Ligas fue Novato del Año, en 1963, para su debut. Ganó tres veces el liderato de bateo y dos guantes de oro. El día que rompió el récord de Ty Cobb, el presidente Ronald Reagan lo llamó y le dijo, sin adivinar lo que vendría luego: “Tu reputación y legado están asegurados. Pasará mucho tiempo antes de que alguien se pare en el lugar en el que estás”. Al parecer, Pete cayó en la trampa mortal de apostar –pese a que siempre lo negó–, y por eso fue vetado en 1991, y no elegible para Cooperstown. Hasta Donald Trump, en 2015, fan de Pete, tuiteó: “No puedo creer que las Grandes Ligas hayan rechazado a Pete Rose para el Salón de la Fama. Ha pagado el precio. Es ridículo, ¡déjenlo entrar!” Pete siempre insistió en su inocencia y hasta se retractó en 2004, pero cometió el error de admitirlo en su autobiografía. Vivió un calvario y desesperado por ser perdonado. Vivía de firmar bates y pelotas y de los derechos de autor de su autobiografía, que le generaban un millón de dólares al año. Al menos, para dignificarlo, los Reds de Cincinnati lo incluyeron en el Salón de la Fama del equipo, en 2016, y colocaron su estatua en su estadio. Y en Cooperstown están su casco de MVP de 1973, el bate del récord de los 44 juegos de hits consecutivos en 1978 y las zapatillas del día en que rompió el récord de Ty Cobb, en 1985.

Rose jugaba con tanta pasión y tenacidad la pelota que hasta en el Juego de Estrellas, de 1970, en el estadio de los Reds de Cincinnati, al anotar la carrera del triunfo, en la entrada número 12, se estrelló contra el cátcher, Ray Fosse, con su peculiar manera de deslizarse, dejándolo lesionado. “Caminaría por el infierno con un traje empapado en gasolina para seguir jugando al beisbol”, decía Rose, a menudo. Mítico jugador de la dinastía de los Rojos de Cincinnati, equipo que aportó al Salón de la Fama a Johnny Bench, Tany Pérez y Joe Morgan, Pete Rose será recordado por sus hazañas y su manera de jugar. También por ser un jugador controversial, enérgico, comprometido, esforzado e incansable, y por eso le decían el apodo de Charlie Hustle.

Cuando niño, como todos, coleccionaba postalitas de peloteros y recortaba las fotos de los periódicos y las pegaba a una mascota, hasta tener una colección de siete, donde no faltaban las fotos de Pete Rose, con su número 14 y su casco rojo con la C de Cincinnati. De ojos diminutos, pelos ensortijados y rubio, Pete parecía un jugador en estado de trance, nervioso, intranquilo, hiperactivo, que jugaba con furia, y cuya agresividad trataba de contagiar a los demás miembros del equipo. Ver a Cesarín Gerónimo y a Pedro Borbón (los únicos dominicanos de la Maquinaria Roja de los Rojos de Cincinnati), nos llenaba de orgullo patrio. O ver a Tany Pérez de Cuba y a David Concepción de Venezuela, como latinoamericanos, también nos daba un sentimiento de pertenencia. Cesarín, con su estilo único en el jardín central, su dominio en el guardabosque, con potente brazo zurdo, era capaz de poner de strike en el home la pelota o de robarle un jonrón, un doble o un triple a un jugador contrario, por su desplazamiento como nadie; y de ahí que le apodaran el chief (o jefe), en homenaje al indio rebelde americano Gerónimo. Otra satisfacción era ver a Pedro Borbón salvar un juego o apagar el fuego de un juego casi perdido, con sus lanzamientos de fuego, su famoso globito y su control del home.

Recordar a Pete Rose, el día de su deceso, es evocar las décadas doradas de los setenta y ochenta cuando le inyectó brillo a la Gran Carpa, al pasatiempo favorito de los norteamericanos (junto al football), de los caribeños y los dominicanos. Pete le dio aire de renovación al juego de béisbol y encendió la llama de una época egregia de la pelota de Grandes Ligas. Se convertía en la bujía inspiradora, en el centro de gravedad sobre el cual giraba la dialéctica del juego, la física de los cuerpos entregados a la dinámica de las leyes del juego, y a su lógica secreta. Lo lúdico lo volvió trabajo y energía. Pete, dejó un legado y una huella a las reglas del juego, imprimiéndole una filosofía y una psicología novedosas al beisbol organizado de los Estados Unidos. Todo el amateur que quiera aprender a dar hits, debe imitarlo y emularlo, aunque sin posibilidad de superarlo, pues ya es un mito. Líder de hits, ídolo de multitudes, una estrella caída en desgracia que, por apostar, tronchó su sueño de ingresar al Salón de la Fama del Béisbol, pese a que amó, como nadie, el juego de pelota. Pete Rose: jugador excitante  y emocionante, de espíritu competitivo, de pelo desgreñado, que jugaba con garras de león y ferocidad de tigre, y que dejaba la piel en el terreno de juego.

El 30 de septiembre, a los 83 años, el mundo del béisbol recibió, no sin conmoción e impacto, la muerte del inventor moderno del hit, Pete Rose, cuyo récord será difícil de romper, y cuyo estilo, en el tiempo en que lo logró, será imposible de igualar. El día posterior a su deceso, muy temprano, al abrir como cada día el periódico, con una taza de café, leí con impacto y afectación, la infausta noticia.

En Cooperstown, Pete, se quedaron esperando tu estatua de bronce, con el bate recostado en el hombro, inclinado, agachado, midiendo la pelota y adivinando el tipo de lanzamiento, para romperla en pedazos, o como la estatua de tu estadio, deslizándote como una gacela, sobre una almohadilla o sobre el home. Esa estatua se quedará en la memoria de tus fans y en los anales de la historia del béisbol, pasatiempo que reinventaste y elevaste al pináculo del templo de los dioses de la inmortalidad. Tu estatua, Pete, está ya en la memoria histórica de las Grandes Ligas. EPD.