A veces es bueno irse a la casa. Un país tan joven, y con tantos jóvenes talentosos, estudiosos, ávidos de sacarle brillo a lo aprendido en el aula. Pero no: nuestros viejos primero tienen que reventar antes de que le exijan tranquilidad, reposo. ¡Esa obsesión por demostrar capacidad, habilidad, destreza, casi saltos por los aires, cuando no puedes aguantar la jodida próstata más de veinte minutos!

A veces hay que asumir la vejez, el cansancio, el cuerpo casi chatarra. Los alemanes dicen: “vienen los tiempos, viene la sabiduría”. Para algo es que hemos bien vivido: para bien saber tener la cabeza y decidir lo correcto.

Pero en nuestra cultura impera el síndrome “Joaquín Balaguer”, o tal vez, dicho garciamarquinamente, el de Aureliano Buendía: aquél que siempre tuvo innumerables derrotas y que siempre volvía a la idea de armar una revolución cualquiera.

¿Por qué no disponer más tiempo con los nietos, ir de compras a cualquier Mall de Miami -si no estás conforme con Santo Domingo-, completar dos series más coreanas por Netflix y escribir lo tan hacía tiempo añorado y anunciado y esperado?

¿Para qué seguir despachando oficios, atendiendo a funcionaritos desagradables, metido en las mentiras de siempre, inaugurando campeonatos de dominó y repitiendo la mismísima frase de toda la vida, esa de poner la bandera en alto y qué orgulloso de ser dominicano?

Recuerdo una de las entrevistas más impactantes que haya visto con Antonio Zaglul. Ante la pregunta de qué consideraba sobre aquellos que cumplían cuarenta años en un puesto de trabajo, el reconocido siquiatra se agarró la cabeza con las dos manos y disparó una frase, que si mal no recuerdo era la siguiente: “cumplir cuarenta años en un sitio es para que te den un diploma a la mediocridad, porque, ¿quién soporta cuarenta años sentado en la misma silla?

Es bueno irse a tiempo, con todos los honores, antes de que el corre corre se arme por una caída, algún ataque cardíaco, que Dios no lo quiera, pero todos somos hijos del destino.

Mejor soltar ese guía del poder, no sentirse ombligo del mundo, asumir que el mundo seguirá igual o tal vez mejor, luego de nosotros, no estar ahí, porque quién sabe si quien vendrá lo hará con más dedicación e inteligencia que tú. ¡Dale un chance a los jóvenes!

Pero no. Nuestro ego es del tamaño de las Montañas Rocosas. Al final no asumimos el encanto de las pequeñas cosas, aunque nos sepamos de memoria las canciones de Serrat.

¿Es tan difícil un día sin reuniones, sin agenda, sólo decidiendo hacer lo que te gusta el fin semana, sin una asistente que te trate como a un manager de super estrellas?

Viene el tiempo, como una saeta. ¿Vendrá la sabiduría?