En vista que nos encontramos ineludiblemente inmersos en un interregno provisto de escasas certezas, donde las pocas que logramos vislumbrar provienen de pesquisas realizadas en laboratorios que validan el otorgamiento de certificados de ciudadanía o restringen los accesos por donde podemos transitar o habitar libremente, hace apenas unos días salí temprano en la mañana por la ciudad, intentando localizar algún lugar donde estuvieran realizando la PCR, pero que a la vez no se encontrara colmado de parroquianos atemorizados, al igual que yo, ante la posibilidad inminente de servir de nichos a tan inesperado e indeseado huésped.
Mi primera opción fue dirigirme al Coliseo de Boxeo Carlos (Teo) Cruz, ya que en una ocasión anterior, a excepción de la incursión un poco molesta del hisopo en mi nariz, me había ido bastante bien. En esta nueva aventura, desafortunadamente, cuando me aproximé al recinto boxístico pude advertir, sin muchos titubeos ni rodeos, que era demasiado el gentío. No había que ser ningún sabio ni oráculo para decretar la retirada y explorar otros recintos.
Como me encontraba a escasa distancia del Ministerio de Salud Pública, decidí pasar por allí y echar una miradita por pura curiosidad, sin descartar de plano que un toque de suerte me acompañaría. Pero nada que hacer. Nada de milagros. La fila semejaba una serpentina interminable. De manera que ante lo incontrastable y lapidario de esa inabordable realidad, ni siquiera se me ocurrió bajar del auto.
Y ya con escasas o ningunas probabilidades y desalentado porque sentía que se desvanecían los augurios de alcanzar mi propósito, avancé a lo largo de la Tiradentes, cruzando la San Cristóbal, hasta llegar al bastión principal del Partido Reformista Social Cristiano, “traba” insignia del Gallo Colorao, donde por esas eventualidades de la vida habían habilitado una unidad para hacer pruebas de antígenos y PCR.
Desde la muerte del viejo caudillo reformista, quien se alzó con el santo y la limosna tras la muerte del Benefactor de la Patria Nueva, nunca antes había sido testigo de ver tanta gente aglomerada en el feudo balaguerista, todos siguiendo solemnemente un silencioso y bien estructurado ritual que no dejaba fisuras para que allí irrumpieran las históricas y emblemáticas arengas reeleccionistas "A paso de vencedores" y "Vuelve y vuelve", mantras que vociferados hasta el hartazgo cada cuatrienio de pantomima electoral aceitaban la maquinaria del eterno retorno.
Por un momento una extraña pulsión inquietante, sin ninguna aparente intencionalidad manifiesta, ya que si lo miraba desde cierta racionalidad realmente no tenía nada que buscar allí, hizo que por primera vez en mi vida entrara al claustro mayor de las huestes reformistas, quienes en un momento del devenir de sus años gloriosos, mientras libaban las mieles del poder, se alinearon a la corriente social cristiana, pero que nunca pudieron, ni supieron las veces que lo intentaron, explicar con claridad cómo encajaba allí esta doctrina, cuando realmente era dominio de vox populi que el auténtico sustrato y verdadero credo político que los sustentaba provenía del manual bonapartista "Lo que diga Balaguer", obra del fundador y mentor del partido, considerado por sus correligionarios incondicionales “paladín de la democracia dominicana”.
A medida que me abría paso entre la muchedumbre comencé a sentir como si me sumergiera en una nave del tiempo que me transportaba a cuando doña Emma Balaguer y su hermano, el Dr. de la Máximo Gómez, repartían juguetes el Día de Reyes o para la cena de Noche Buena entregaban a los moradores de barrios pobres las emblemáticas funditas coloradas auspiciadas por el padrinazgo filantrópico de la Cruzada del Amor. En ese limbo retrospectivo permanecía extasiado hasta que escuché la voz abigarrada e imperativa de una señora malhumorada que me increpaba reclamándome que no podía estar ahí donde estaba, que tenía que moverme y colocarme en la cola de la fila. Como no me sentí interpelado, aunque sí violentado, no le respondí y en cambio me dirigí, sin prestarle atención, hacia la puerta de salida, donde pude escuchar a un señor de edad avanzada que le decía a otro, mientras ambos observaban con cierto dejo de nostalgia la gigantesca iconografía del gallo “colorao” estampada en una de las paredes del edificio: “Hacía mucho tiempo que no veía tanta gente en este local. Desde que murió el doctor Balaguer esto se ha convertido en un cementerio”.