Treinta años se cumplen de la muerte del reverendo Oscar Robles Toledano, uno de los hombres más cultos e inteligentes que ha tenido el país en toda su historia, y aún su memoria me conmueve porque fue mi amigo y fui su contertulio. Firmaba sus ingeniosos artículos como P. R. Thompson, siempre con una prosa verdaderamente elegante que hacía que sus conceptos fueran más sólidos en la liviandad de la lectura. Amigo generoso a quien acompañé, durante infinidad de atardeceres, jamás perdidos en las brumas del tiempo, en sus diarias caminatas, junto al mar que baña con su brisa los numerosos árboles de la que fue su residencia.
Casa de pocas tertulias, pero punto de encuentro de políticos, intelectuales y profesionales distinguidos, de largos diálogos y respuestas, fue la suya, donde me nutrí con sus conversaciones, su gran biblioteca y los caramelos de miel o de canela que siempre usaba como para paliar la ansiedad de la nicotina después de 35 años de haber dejado de fumar. Andar a su lado, habitualmente contra el poniente, era un acto de conocimiento y de pasión por la humildad del trato y las críticas siempre lúcidas de aquel hombre de mediana estatura y mirada taciturna que daba siempre la impresión de estar abismado en sí mismo.
Como tuve el privilegio de su amistad esos encuentros aún perduran, vivos e incandescentes, pues aprendí bastante, lo suficiente como para llevarlo en el corazón en lo que me queda de vida. Deudas enormes de gratitud con un hombre realmente excepcional, uno que como el también excelente amigo, doctor Antonio Zaglul, padre indudable de la psiquiatría dominicana, supo auscultar las raíces de la realidad dominicana sin obviar entornos ni exteriores y así no dudar de sus causas y consecuencias..
Durante años las puertas de su casa del padre Robles estuvieron abiertas concediéndome la oportunidad, algunas veces, de ser mediador de algunas personalidades que procuraban entrevistarse y consultar con el eminente reverendo que jamás conoció el titubeo ni el miedo. Lo llamaba por teléfono y momentos después estaba allí, en su bien surtida biblioteca, el jugo de naranjas o la taza de café, libros por todas partes y él ante la vieja Olivetti que durante décadas fue su arma para analizar los problemas o para enfrentar a sus contradictores cuando el caso o la persona lo merecían.
Así como el doctor Francisco E. Moscoso Puello nos dejó una muy lúcida visión del dominicano y de lo dominicano en sus magníficas Cartas a Evelina y el también eminente doctor Antonio Zaglul lo hizo en Mis 500 Locos, P. R. Thompson durante muchos años fue publicando sus artículos como Cartas a El Caribe, una selección de los cuales la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra hizo una edición en dos volúmenes que hoy son incunables.
Estos contienen el pensamiento, las dudas, aciertos y desaciertos de un anacoreta que vivió para estudiar, reflexionar e iluminar una sociedad que parecía palpar, uno que nunca habló con medias tintas ni ofendió ni hirió a nadie y que muchas veces dejó entrever su inconformidad porque el doctor Balaguer dijo en una ocasión que él, Robles Toledano, era el hombre que más daño le había hecho a su gobierno. Luego de la muerte del doctor Germán Emilio Ornes, fue contratado para escribir los editoriales de un gran periódico de circulación nacional, y hasta sus últimos días publicó en el matutino Hoy La columna de P. R. Thompson, lectura obligada de cada jueves.
Este hombre siempre sosegado a veces parecía un viejo lord, pero era más bien alguien dedicado al conocimiento cuya pasión por la cultura y los libros lo llevaron a visitar cada mañana de sábado las librerías de la capital, que entonces eran varias, buscando las novedades, y así cargaba con decenas de libros en su Colt Lancer azul cielo que él mismo conducía con mucha prudencia. Se levantaba a las cinco en punto de la mañana y se acostaba a las once en punto de la noche. Era largo su día, pues le alcanzaba para realizar sus trabajos en la oficina de abogados de los Bonnelly en La Esperilla, leer, cumplir sus responsabilidades religiosas y recibir visitas en su residencia.
Caminaba a veces mirando hacia abajo, como si buscara lo que otros no habían buscado ni encontrado y con ternura inmensa se condolía de los niños harapientos y de los ancianos desamparados, y comentaba con tristeza la indiferencia del poder ante estos casos.
Lector más que voraz de aguda mirada y conciencia crítica, muchas veces me hablaba con respeto y admiración de sus encuentros con Peña Batlle y Américo Lugo, de los quince años inolvidables que había cumplido en Nueva York y de sus ancestros en San Pedro de Macorís. En ocasiones lo escuché conmovido hablar de Angélica, obra poética que consideraba lo mejor de Gérrard de Nerval, por encima de Las Quimeras, aquellos doce sonetos inolvidables, especialmente El Desdichado, “Yo soy el tenebroso, el viudo, el sin consuelo… / murió mi sola estrella, mi laúd constelado /ostenta el negro sol de la melancolía.” Cuando yo le explicaba mi deslumbramiento por la prosa de Octavio Paz, él asumía la defensa de los ensayos de Ernesto Sábato. “Lo que pasa, me decía, es que la prosa de Octavio Paz es la prosa de un gran poeta”.
Criterios así me conmovían y me ponían a pensar profundamente llevándome a nuevas lecturas de las obras de Sábato y de Paz. El amigo a quien evoco en este atardecer de diciembre sabía escuchar como muy pocos de nosotros, decente y correcto, sin interrumpir hasta discernir lo que decían los demás. Su prosa, diáfana y elegante, sigue deslumbrándome, así como su memoria viva, porque emulando a Agustín Lara, hombres como monseñor Oscar T. Robles Toledano o P. R. Thompson, nacen solo una vez en la vida. Es diciembre y uno recuerda personas queridas, acontecimientos significativos y nombres que no caben en el olvido.