“Aquí me he convencido de que entre todas las causas generadoras de la civilización y progreso las dos más poderosas son estas: escuelas y caminos, y no pierdo un momento en fomentar esas dos prolíferas causas. Mi política principal, es que cada sección tenga por lo menos una escuela y un camino. Las escuelas rudimentarias afluirán a la Secundaria y los caminos vecinales a las carreteras”.
Thomas Snowden
A principios del siglo XX, tanto América Latina como el Caribe se vieron afectados por los intereses políticos y económicos de Estados Unidos, que justificaban presencia y dominio en sus territorios; entre otras razones, basados en la doctrina de Moroe, proclamada por Teodoro Roosevelt en 1904. Para el investigador Onavis Cabrera:
“La Ocupación Militar Norteamericana contó con varios factores que favorecieron su materialización en 1916 y que se formalizó en noviembre de ese mismo año. “Los determinantes fueron, en lo fundamental, de naturaleza geopolítica y económica en tanto se planteaba la reestructuración de los términos de la dependencia económica bajo el predominio norteamericano. Estos determinantes pueden expresarse en los aspectos siguientes: vigencia de la Doctrina de Monroe; aplicación de la política del Gran Garrote y del Destino Manifiesto; la política de expansión neocolonial imperialista norteamericana; y, la importancia geopolítica del Caribe en el contexto de la Primera Guerra Mundial.[1]”
Una de las retóricas de la Intervención fue facilitar el proceso de modernización de los países ocupados, hasta que estos fueran capaces de ejercer el autogobierno. No es de extrañar que asumieran la educación como el instrumento por antonomasia para propulsar las grandes transformaciones. Apenas habían transcurrido dos meses de instituido el gobierno militar, cuando ya, en enero de 1917, se había designado un grupo élite de dominicanos para la revisión de la condición del sistema educativo. Estaba integrada por Adolfo A. Nouel, Pelegrin Castillo, Jacinto de Castro, Ubaldo Gómez, Manuel de Jesús Troncoso, Federico Velázquez y Julio César Ortega Frier. Este último, designado secretario de la comisión. Como resultado del informe expedido, el 1 de octubre de 1917 se instauró un nuevo código de educación que transformaría sustancialmente la organización administrativa del sistema educativo.
Julio César Ortega Frier, nacido en la capital dominicana el 30 de junio de 1888, hijo del matrimonio de Juan Isidro Ortega Montaño (1862-1910) y María Crescencia Antonia Francisca Frier Troncoso[2] (1866-1947), era miembro de una familia de clase media, que pudo costearle estudios en los Estados Unidos. Asistió a la escuela secundaria de New York y a la Universidad Estatal de Ohio. También realizó estudios en la Universidad de Santo Domingo, de la que posteriormente fue rector. Ortega Frier regresó a Santo Domingo en 1909 y fue ascendiendo en distintos cargos dentro del sistema de educación. Fue educador de la Escuela Normal, superintendente regional, secretario de la comisión para la reforma educativa y, posteriormente, ostentó el más alto nivel: superintendente general de educación durante los años de1917 hasta el 1924; es decir, fue el único en ocupar este último cargo durante el periodo de la primera intervención norteamericana.
Las autoridades del gobierno militar llegaron a definirlo como un funcionario con capacidad ejecutiva, intrepidez y fino espíritu público. Además del dominio fluido del idioma inglés, estaba familiarizado con el sistema escolar de los Estado Unidos.
Pero, ¿qué era precisamente lo que el gobierno militar se proponía en materia educativa? ¿mediante cuáles mecanismos pasó a implementarlo? ¿cuáles fueron sus políticas más acertadas? ¿logró sus objetivos? Para algunos intelectuales constituyó una verdadera maquinaria de modernización; para otros, una combinación de logros, limitaciones y fracasos.
El gobierno interventor veía la educación como el camino para llegar al progreso material de los pueblos ocupados. Era esencial para el desarrollo de las naciones, por lo que la escuela debía ser el motor civilizatorio. Desde ella se formaba la ciudadanía con conocimiento de sus deberes y derechos, así como seres humanos conscientes del rol que les corresponde dentro de su sociedad y competentes en el ejercicio de sus ocupaciones. Educarlos, entonces, debía estar a cargo de un ejército de docentes competentes en sus funciones, con vasta educación y, sobre todo, con un sentimiento de altruismo y gratuidad para con las masas. Tendrían también que ser educados atendiendo a las necesidades del sector de la población que representaban, pero, sobre todo, debían al menos tener la instrucción básica en lectura, escritura y matemáticas.
Los ocupantes se propusieron centralizar y secularizar las escuelas dominicanas, estandarizar el plan de estudio, aumentar el número de planteles escolares -sobre todo en las zonas rurales donde se concentraba la mayor parte de la población- trabajar de forma mancomunada con los docentes y demás miembros del sistema educativo ya existente, incluir a todos los niños y jóvenes en edad escolar dentro del ámbito educativo, bajar los niveles de analfabetismo, disminuir el ausentismo y la deserción escolar, crear un aparato fuerte, eficiente y homogéneo de ejecución, dar seguimiento y supervención del sistema escolar, construir un currículo atendiendo a las diferencias demográficas de la población y modernizar las instalaciones y el mobiliario de los recintos escolares.
Las ideas de Ortega Frier, que se promovieron sobre todo en la Revista de Educación, órgano difusor de la superintendencia, deja en evidencia sus ideas sobre los puntos importantes de la nueva reforma y el optimismo con que asumía las ideas promovidas por los interventores. Para él, la educación debía ser para todos, basada en la ciencia, racional, pero al mismo tiempo diferenciada, en la medida en que sostenía la convergencia de dos clases de ciudadanos a ser educados: por una parte, los dominicanos que se perfilaban para asumir funciones de liderazgo dentro de la sociedad, desde profesiones como la medicina y el derecho; y un segundo grupo, cuyo rol sería desempeñado desde la agricultura y el trabajo manual. Esta diferenciación curricular, atendiendo al tipo de población meta, ya se había ensayado en los Estados Unidos en las escuelas para afroamericanos.
El énfasis, pues, se sostuvo en la importantización de las escuelas primarias, incluso en detrimento de las secundarias y de la educación universitaria, a las que no se les prestó mucha atención. Con el fin de efectuar las adaptaciones curriculares correspondientes, se dividió la educación primaria en dos categorías. Por un lado, la escuela Rudimentaria, donde se enseñaba: Lectura, Escritura, Matemática Básica, labores de agricultura y doméstica, con énfasis en los huertos escolares[3]; por otro, las escuelas Graduandas, que ostentaban un plan de estudios más completo, añadiéndole: Historia, Geografía, Educación Física, entre otras disciplinas.
Esta diferenciación curricular, colocó a las escuelas rurales en posición de desventaja con respecto a las de las zonas urbanas, potencializando el sentido de superioridad de los habitantes de la una frente a la otra y consolidó dos categorías de maestros con salarios diferenciados, que mantenían a los docentes de las escuelas rudimentarias en situaciones económicas muy precarias, tema al que dedicaremos un próximo artículo.
Debido a que la población dominicana en edad escolar era mayoritariamente rural, la edificación de planteles escolares en la zona fue más abundante. Estas construcciones marcaron un antes y un después en la infraestructura de los planteles escolares haciéndolos más homogéneos. Algunos de ellos de hormigón, alejados de los hogares de los perceptores o directores como se estilaba en años anteriores e incluyendo un mobiliario más adecuado, que en ocasiones el gobierno importaba desde los Estados Unidos. Estas nuevas construcciones plantearon dos retos importantes: primero, enfrentar la relación simbiótica que existía entre la pertenencia a bandos políticos con los nombramientos de maestros y directivos, quienes eran por lo general dueños o inquilinos de los lugares donde se impartía la docencia; y segundo, la necesidad de contratación de nuevos maestros dentro de una población poco escolarizada. La primera fue manejada paulatinamente mediante la adquisición de nuevos terrenos y locales, que pasaban a ser propiedad del Estado, mientras que la última conllevó entre otras medidas, a la creación de cursos de verano para docentes, lo que se realizó, por primera vez en el país en el verano de 1918.
Cuando los planteles antiguos y recién creados se hicieron insuficientes para la matricula escolarizada, se dispuso el empleo de dos tandas escolares, una matutina y otra vespertina.
Con la finalidad de garantizar el buen funcionamiento de los nuevos planteles, e incluso, la construcción de los mismos, se buscó el contacto y la colaboración de la comunidad de padres de la localidad atribuyéndoles deberes y algunos derechos de ejecución como: elegir el género del director, elegir entre la modalidad segregada o la mixta, las fechas de inicio y cierre de docencia y vacaciones, la recomendación de maestros a ser contratados, entre otras funciones.
Para garantizar una adecuada supervisión, se practicó la división de inspectoría que había estado dispuesta en códigos de educación anteriores, se dividió el sistema nacional en seis regiones, cada una encabezada por un superintendente y cincuenta distritos, asignándole un inspector a cada uno. Estos superintendentes fueron hombres, pertenecientes a élites educadas y leales colaboradores del gobierno militar como: Telésforo Calderón, Salvador Cucurullo y José Ramón Aristy. Se centralizaron sus funciones y se transformó el formato de los informes de rendición, eliminándose nombres y referencias anteriores, así como se procedió a la asignación de números a las escuelas.
La supervisión incluía la vigilancia en la puntualidad, higiene, vestimenta, asistencia, condición de las infraestructura y desempeño de docentes y directivos. Siendo esta centralización y organización burocrática, uno de los mayores aportes del gobierno militar. No obstante, a raíz de las limitaciones económicas que comenzó a sufrir el sistema a partir del 1919, se fueron adoptando medidas que significaron un retroceso significativo en los logros alcanzados; por ejemplo, la introducción de hasta cincuenta estudiantes en una misma aula, la construcción de escuelas de solo dos aulas, sobrecarga de trabajo para el docente, la reducción e incumplimiento en el pago a los empleados, carga física y económica a la comunidad civil de apoyo a las escuelas hasta desembocar en el cierre temporal y, en algunos casos, definitivo de varios planteles e instituciones escolares. Esto último, representó el punto más oscuro y se convirtió en una de las razones que motorizó el descontento nacional y la posterior salida de las tropas de ocupación. Las maestras Rosa Smester y Ercilia Pepín desde sus mismos planteles escolares, fueron protagonistas de esa lucha emancipatoria.
[1] Clío, Cabrera, Onavis. “La educación en la Ocupación Militar Norteamericana, 1916–1924.” Clío 85, no. 192 (2016): 233–277. Sus investigaciones sobre la educación en la Ocupación Militar han sido presentadas desde 1987.
[2] Hija del francés Pierre-André Frier, músico graduado del Conservatorio Nacional de París y Asunción Troncoso Pérez, hija del general febrerista Tomás Troncoso Mueses.
[3] Posteriormente, la dictadura le prestó tanta importancia a los huertos escolares que los directores de planteles que no cumplían con la creación de huertos escolares eran cancelados. Véase, Inoa, Orlando, Pedro Henríquez Ureña en Santo Domingo, Letra Gráfica, Santo Domingo, 2002.