"No sé con qué armas se librará la Tercera Guerra Mundial, pero la Cuarta Guerra Mundial se peleará con palos y piedras" -Albert Einstein
El panorama global se ensombrece. En un giro que muchos consideran peligroso e innecesario, el presidente Joe Biden, a pocos días de concluir su mandato, autorizó el uso del Sistema de Misiles Tácticos del Ejército de EE. UU. (ATACMS) para atacar a profundidad el territorio ruso reconocido internacionalmente. Esta medida, confirmada por The New York Times el 17 de noviembre y ratificada al día siguiente por Josep Borrell, alto representante de la Unión Europea para Asuntos Exteriores, marca una escalada que podría tener consecuencias devastadoras.
Borrell, conocido por su postura agresiva, defendió la decisión, mientras que Brian Nichols, secretario de Estado adjunto para Asuntos del Hemisferio Occidental, intentó justificarla como un acto de "autodefensa" para Kiev y una presión diplomática hacia Moscú. Sin embargo, la realidad es que la utilización de estos misiles de largo alcance, junto con los sistemas Storm Shadow británicos y los HIMARS estadounidenses, evidencia el mayor involucramiento activo de Occidente en la guerra contra Rusia que se libra en Ucrania.
La narrativa occidental, que busca enmarcar estas acciones como defensivas, choca con una realidad más compleja. Los argumentos de Washington -que incluyen supuestos mensajes dirigidos a Corea del Norte sobre la vulnerabilidad de sus fuerzas- carecen de base, ya que Rusia no ha confirmado la presencia de tropas norcoreanas en su territorio. Lo que resulta innegable es que, para Occidente, armar a sus aliados es legítimo, pero para Rusia, cualquier apoyo externo conlleva sanciones y amenazas.
Desde el inicio del conflicto, realmente iniciado con el llamado Euromaidán, cruentas protestas en 2014 en Kiev financiadas y dirigidas por Occidente, Ucrania es ahora el centro de una confrontación que trasciende sus fronteras. Rusia no solo enfrenta a las fuerzas ucranianas, sino a una coalición occidental que incluye armamentos de última generación, asistencia técnica especializada y mercenarios. Solo de fuente norteamericana el apoyo a Kiev ya supera los 140 mil millones de dólares, cifra que refleja el compromiso de los Estados Unidos en una guerra contra Moscú que ya trasciende el concepto de proxy.
El ataque reciente a la provincia rusa de Briansk, realizado con misiles ATACMS, confirma el protagonismo occidental en esta escalada. La operación dependió de tecnología avanzada de reconocimiento espacial, un recurso fuera del alcance de Ucrania y que obligadamente supone el respaldo directo de los Estados Unidos y aliados. En este contexto, las acciones de Zelensky no pueden considerarse independientes; son una extensión de la estrategia occidental para presionar y postrar a Rusia ante los designios de un orden unipolar a todas luces decadente.
Medios alineados con Washington celebran lo que describen como una "evolución" en la política estadounidense, pero pasan por alto las implicaciones potencialmente catastróficas de la reciente reforma en la doctrina militar rusa, anunciada por el presidente Vladímir Putin.
Dicha reforma establece que cualquier agresión respaldada o promovida por un Estado nuclear será interpretada como un ataque conjunto. Se trata de un cambio fundamental que subraya la gravedad con la que Moscú percibe el masivo suministro de armamento avanzado a Ucrania. Este principio no solo refleja la creciente tensión en el conflicto, sino también el papel activo de Occidente al proporcionar las armas para mantener viva la confrontación, así como la tecnología y la inteligencia necesarias para direccionar los misiles hacia los objetivos estratégicos rusos.
Rusia ha reaccionado con una rapidez y contundencia inesperadas. El 21 de noviembre, probó su misil de alcance medio Oréshnik, destruyendo una instalación industrial clave en Ucrania. Este lanzamiento demostró los avances tecnológicos de Rusia en materia militar. En efecto, se trata del ensayo de un misil hipersónico que no es posible interceptar y que alcanza velocidades de Mach 10, superando los más modernos sistemas de defensa aérea actuales, incluidos los desarrollados por Estados Unidos.
De acuerdo con Putin, esta respuesta es solo el inicio de una estrategia de defensa simétrica que no descarta ataques directos a países que permitan el uso de sus armas contra objetivos localizados en el territorio ruso internacionalmente reconocido.
El ajuste en la doctrina militar rusa, junto con la demostración de su capacidad tecnológica, debería servir como advertencia. Las acciones recientes de Occidente no solo provocan a Moscú, sino que socavan cualquier posibilidad de negociación. Pretender que Rusia es comparable a Irak, Siria, Libia, Los Balcanes o Afganistán es un error estratégico que puede precipitar un conflicto global.
La decisión de Biden y sus aliados refleja el triunfo de los sectores más belicistas de Occidente. Estos actores parecen buscar un legado de caos geopolítico que complicará el panorama para el próximo presidente de Estados Unidos. Bajo una falsa ilusión de inmunidad, los líderes de la OTAN ignoran los riesgos de una guerra nuclear, cuyas consecuencias serían devastadoras no solo para Rusia, sino también para sus grandes intereses y la humanidad en general.
Ante este sombrío escenario, resulta imperativo que prevalezca la sensatez. Los intereses de los complejos militares-industriales no pueden seguir dictando el destino de la humanidad. La única salida es un regreso al diálogo y la diplomacia, evitando un desenlace que podría borrar dos siglos de progreso y condenar al mundo a una nueva era de penumbras de ficción.
Occidente debe recordar que no hay victorias en una guerra nuclear. Solo quedará desolación, tal como lo anticipó Einstein. La humanidad está en una encrucijada, y es responsabilidad de sus líderes evitar que esta escalada se convierta en un punto sin retorno.