“Tengo vergüenza de ser humano como tú.. y en tu presencia, descubrirme a mí mismo en tu figura, qué poca cosa somos…” Germain de la Fuente (Los Ángeles Negros)
Causa estupor enterarse de que nuestros legisladores, casi todos, se atrevan a aprobar un código sin leerlo, como si ellos mismos sintieran repugnancia por lo que van a aprobar y prefirieran evitar la afrenta de tener que leerlo.
Más grave es todavía que haya diputados que justifiquen la violación sexual y que estén dispuestos a convertir la ley en cómplice de la violencia contra la mujer, la adolescencia y la niñez. Eso define la calaña de los legisladores que hemos elegido. El vigente tratamiento del Código Penal muestra que el número de diputados y senadores que no dejan esa sensación nauseabunda se puede contar con los dedos de las manos.
Que estén dispuestos a, en vez de legislar en favor de avances en los derechos humanos y la igualdad ante la ley de todos los seres humanos, aprueben un código que conduce al imperio de la barbarie.
Que a los corruptos que se han apropiado del patrimonio público no se les pueda exigir cuentas a partir de los 20 años. Que otorga jurisdicción privilegiada a los militares y policías por robar, matar o violar, a sabiendas del conocido historial de una gran parte de ellos, de su conocida propensión a actuar de esa manera.
Que, igualmente, ante la propensión a la pederastia de curas y pastores, protege la violación de niños o niñas en las iglesias o escuelas. Cuánto desprecio al más pobre, a la mujer, al menor, al infeliz que nació diferente, en fin, a todo el que nació y vive en situación de desventaja. A las víctimas de violencia, que no pueden costear procesos judiciales.
El PRM, como partido, no puede hacerse el desentendido, ni ampararse en la supuesta independencia de los poderes, pues fue él que pidió a la ciudadanía votar, no solo a su candidato a la presidencia, sino también a los diputados y senadores, que los vendió a todos en el mismo paquete; por tanto, no puede ahora lavarse las manos respecto a lo que ellos hagan o dejen de hacer.
El presidente Abinader no puede permitir que esto suceda, pues implicaría pasar a la historia como propiciador de un Estado teocrático que, como cualquier República Islámica, como cualquier ayatolah, mandaría aprobar que los dogmas religiosos se conviertan en ley universal para los ciudadanos, sin atender a sus creencias. Un católico, un evangélico, un agnóstico y un ateo pagan todos los mismos impuestos, que se les aplicaron sin preguntarles su religión. Por tanto, no es admisible que las creencias, preferencias o dogmas de uno se le impongan como obligación al otro. El Estado es de todos.
La figura histórica del presidente Abinader está en juego. Recuérdese que, por más defectos que se les puedan enrostrar a los dos presidentes anteriores, al menos tuvieron la entereza de no permitir que eso pasara así. El presidente Leonel, amparado principalmente en sus implicaciones en términos de derechos humanos.
Y el presidente Danilo Medina, al menos hay que reconocerle, entre otros méritos, que tuvo el pudor de impedir que se promulgara un Código Penal que admite como algo normal convertir niñas en madres, que condena a muerte a mujeres que no pueden parir, o que las obligan a parirles hijos a violadores, incluso cuando pueden ser sus propios padres, tíos, padrastros o hermanos.
Ante el descrédito en que está sumido el Congreso Nacional, la única figura electa provista de autoridad que todavía goza de credibilidad es la del presidente, y tiene que cuidarla pues, cuando los ciudadanos perciben que no tienen en quien creer, entonces se crea el caldo de cultivo para el caos y el desconocimiento de la ley.
Además, si el presidente pierde su credibilidad, si el resto de la sociedad entiende que ese es otro eslabón por donde se rompe el contrato social, tendría que ver cómo es que pretende concitar el apoyo de la sociedad a las reformas que se propone dejar como legado.