Varias cosas interesantes se han dicho recientemente sobre la identidad (identidad de una sociedad, en tal caso la dominicana). Aporto esos breves apunte para contribuir a esclarecer la manera en que se formula el tema y sobre todo sus limitaciones. Sobre esta cuestión vengo pensando y escribiendo desde el 1999.

Pretender establecer una identidad social es suponer la capacidad de formular una definición de lo que es dicha sociedad, sea en textos, expresiones artísticas, modos culturales, gastronomía, etc. Si eso es alcanzable es una cuestión de gran importancia, ya que no basta con indicar que “se tiene una identidad”. Muchas veces las “definiciones” se quedan en cuestiones más bien folklóricas. Posiblemente la pregunta está mal formulada o no está dirigida a quien/que corresponde.

Hablar de una sociedad, en tal caso la dominicana, es analizar un conjunto vasto de grupos con intereses económicos, sociales, políticos, religiosos, y culturales diferentes. La formalidad de ser dominicano o dominicana es un acta de nacimiento. Suponer que una sociedad es un hecho unificado y coherente es en el mejor de los casos ingenuidad, en el peor de los casos ideología de dominio de unos sobre otros. Por tanto, toda formulación de identidad -repito, si tal cosa es posible- siempre será expresión de un grupo, minoritario o no, que excluye a otros muchos grupos y que, si se abroga ser portador de la “verdadera identidad dominicana”, pasa a ser discurso opresivo y generador de violencia.

Es por tanto común ver frutos de esos discursos de identidad que se decantan en discursos misóginos (aquello de la virilidad patriótica), xenófobos (específicamente con los vecinos haitianos), racistas (con un hispanismo blanco que ni en España existe), siempre aporofóbico (la identidad es de minorías, el pueblo es bruto, desde el pesimismo de inicios del siglo XX), políticamente sesgado (hay pocos patriotas, el resto son traidores), con discursos históricos inventados y un cierto temor al desorden popular del carnaval que amenaza con hacer naufragar ese imaginario de dominicano autoritario, a la manera trujillista.

Toda sociedad es a su vez un proceso temporal permanente, donde los cambios se suceden con gran agilidad, sobre todo si es una sociedad abierta a la manera definida por Popper. Expresiones culturales (ya que de identidad hablamos) que hace dos décadas eran importantes, hoy son irrelevantes. Los ciclos generacionales constantes son ruedas enormes de cambios sociales que constantemente mantienen el mar social en constante agitación. La República Dominicana donde nací hace 64 años poco, pero muy poco, se parece a la de hoy. ¡Y ni me imagino la que conocerán mis nietos cuando tengan mi edad!

Al ser una sociedad absolutamente comunicada por todos los medios tecnológicos que hoy existen, abierta intencionalmente al turismo y con grandes flujos de migrantes (de salida y llegada), las piezas de tantas culturas diferente se integran, se fragmentan, se adaptan y se asumen como propias cuando posiblemente no tienen ni una década de su arribo a esta media isla. A su vez los dominicanos y dominicanas llevan a todo el arco antillano rasgos de su cultura, a Puerto Rico en particular, a varios estados de Estados Unidos (comenzando por New York), a España, Suiza e Italia, por mencionar los destinos más conocidos.

Si luego de superar todos esos obstáculos objetivos de la formulación de “una identidad dominicana” alguien me la quiere mostrar (fijada en un discurso con los medios posibles), encantado me siento para aprender sobre dicho tema. Hasta ahora me ha parecido más sensato que ante la pregunta por cual es mi patria, comulgo con la respuesta del poeta: “no la busque, no pregunte por ella”.