De todas las facetas de lo que solemos llamar cultura, es el desarrollo intelectual lo que marca la nota tónica, como si dijéramos. Muy simple: porque constituye la más alta expresión de la conciencia, la indicación más clara de hasta dónde se ha llegado a comprender el mundo. No siempre esta conciencia será la guía efectiva del mundo de las grandes decisiones ni de todos los logros materiales (ni que decir tengo que el ámbito del pensamiento tampoco fue siempre el depositario de la pura verdad), pero una civilización siempre llagará tan alto como su capacidad para pensar, incluyendo su capacidad reflexiva y crítica.
En la medida en que una civilización arrincona, ningunea, desprecia el desarrollo del pensamiento, necesariamente estará haciendo lo propio con otras manifestaciones culturales como las artes y la literatura, la filosofía, las ciencias en general, la moralidad. Y puesto que el Universo odia el vacío, “algo” disfrazado de pensamiento, de ciencia, de literatura y arte, con sus correlatos morales, vendrá a llenar sus espacios. Campeará entonces la maleza cultural.
La más preocupante manifestación de oquedad del pensamiento no es la falta o escasez de producción, adquisición y uso de ideas sino la apatía por y ante esta producción, adquisición y manejo. La apatía intelectual resulta de una desvalorización: la asunción de que el pensamiento –la cultura en general, en sus diversas expresiones– no pasan de ser adornos, aditamentos más o menos prescindibles, creaturas del y para reino del aburrimiento, necedades aguafiestas que, por si fuera poco, cuestan demasiado esfuerzo y dedicación.
Lo cual es más o menos aceptable, al menos entendible, si semejante asunción se limitara a ciertas capas poblacionales para las cuales, por diversísimos factores –ante todo unas condiciones materiales de existencia que les obligan a sobrevivir diario para poder vivir—, apenas si puede tener sentido ocupar sus mentes en nada que no se avenga a los imperativos de la vida inmediata. En general, a la marginación social tenderá a corresponder cierta marginación cultural. (No quiere decir que habrá allí ausencia de cultura, no solamente en el sentido amplio sino incluso en el sentido usual que remite a elaboraciones más o menos valiosas. Por lo demás, la marginalidad cultural ¿no será siempre fuente para el surgimiento de expresiones de contracultura, es decir, de aquello que niego lo sagradamente establecido?).
La apatía intelectual culpable –por más entendible que sea— alude a quienes, por su oficio, condición sociocultural y disponibilidades materiales, están llamados y llamadas a ser actores de alguna índole en la generación, difusión, crítica y consumo de ideas y manifestaciones vinculadas.
La apatía intelectual abona la barbarización de la sociedad. ¿Hacia dónde podrá dirigirse un país sin al menos una masa crítica de pensadores y pensadoras que esclarezcan lo que fue y lo que es y sean capaces de avizorar algún rumbo plausible?
Hace poco un conocido intelectual dominicano me contaba de su decepción cuando el auditorio de una universidad en que daba una conferencia comenzó a vaciarse media hora después: en verdad, aquella gente fue llevada allí contra su voluntad y solo para hacer el “bulto”. La escena no es nueva ni extraña. Por otro lado, nuestra “lectura” es abundante: solo que en su inmensa mayoría responde a obligaciones académicas que apenas si implican auténtico empeño interpretativo. Nuestras librerías, casi todas, se mantienen solo a propósito de centros educativos que hacen de mercado cautivo.
Al año se elabora en el país cualquier cantidad de tesis, la mayoría de maestrías (pocas de doctorado y las de grado tienen a desaparecer); debería significar que se lleva a cabo un nivel respetable de investigaciones. Me temo, empero, que hace buen rato que estamos elaborando la misma tesis, mutatis mutandi.
Se dirá que al menos en eso de la lectura, volviendo al tema, tal vez solo se trate de que se prefiera recurrir al libro electrónico, obtenido gratis o comprado en conocidas plataformas, y que, por otra parte, no solo de libros se alimenta la lectura, pues hay también cualquier cantidad y variedad de artículos en los distintos medios, virtuales y en papel. Y que además mucha gente recurrirá a la infinita disponibilidad de conferencias, tutoriales, entrevistas, clases, etc. en formatos de videos o de audios… Aun si pudiéramos aproximarnos a alguna estimación cuantitativa del uso de estos recursos, digamos en un país específico, quedaría pendiente lo más importante: hacerse una idea de la intencionalidad y calidad de este uso, de estas “lecturas”. Deberían traducirse, por ejemplo, en la calidad de la labor académica y de sus resultados. Y no parece. Ciertamente la academia está hoy, lo cual es natural, muy “asistida” por los recursos infinitos de las tecnologías de la comunicación e información, pero en demasiada proporción tal ayuda suele más bien favorecer el fraude (muchas veces algo inocente), la falsa enseñanza y el falso aprendizaje.
La apatía intelectual, llevada al plano académico, se traduce en una docencia que, o bien se refugia en pantomimas tecnológicas, o se queda en viejas usanzas, en la rutina, en zonas de confort incapaces de llenar los vacíos de un estudiante más ávido de entretenimientos –y exhibicionismos, e ilusión de dinero fácil, etc.—, que las redes sí les suministran, que de verdaderos saberes. Se configura el círculo vicioso de estudiantes que no demandan y docentes acomodados en su rutina.
¿Y qué del mundo político? Por cierto, este es el mundo que tiene, por definición, la responsabilidad de velar, como si dijéramos, por todo. Incluida la cultura. Mal podría el mundo político no estar en manos de gente sabia, amante de la cultura. Esto debería aflorar en la calidad del debate público (medios, poder Legislativo), por ejemplo. ¿Qué revelan las cosas por ahí? Por un lado, la ausencia casi total del debate mismo. Para la verdadera confrontación de las ideas se requiere precisamente ideas. No digo que nuestros políticos carezcan de ideas, incluso interesantes, pero ¿cuántos de ellos y ellas hablamos, de que cuáles ideas, de qué nivel? Por lo demás, es verdad que en la política, tal como la conocemos, abundará más bien el cálculo ruin, la búsqueda de la utilidad particular, pero a una verdadera clase política le es consustancial un cierto talante cultural asociable a cierta capacidad para mirar plausiblemente el horizonte.
La apatía intelectual que claramente afecta a parte importante de nuestra clase política es hermana gemela del conservadurismo del que también sabe hacer gala dicho sector. Mientras la ultraderecha militante requerirá siempre de alguna “investigación” que le permita sus elaboraciones y su comunicación, el conservadurismo de muchos y muchas políticos y políticas suele ser más bien inercial, acomodaticio, hijo de la modorra y de la irresponsabilidad. (Piénsese por ejemplo en la actitud hacia las Tres Causales para la aceptación del aborto).
La apatía intelectual abona la barbarización de la sociedad. ¿Hacia dónde podrá dirigirse un país sin al menos una masa crítica de pensadores y pensadoras que esclarezcan lo que fue y lo que es y sean capaces de avizorar algún rumbo plausible? ¿Y sin hombres y mujeres que hagan de la investigación un oficio respetable? ¿Y sin artes que se peleen con el mal y le canten a la esperanza? ¿Y sin alguna literatura capaz de reír y llorar con sus miserias y virtudes? ¿Y sin alguna una masa, al menos también crítica, de lectores y lectoras, consumidores de cultura, aprendices, difusores, creadores de cultura?
Que haya o no expresiones de todo ello en el país no es la discusión, porque es muy obvio que sí lo hay, en algunos casos bastante felices. Pero insisto en lo de masa crítica. El país requiere muchas más golondrinas, si queremos el verano necesario.