Se dice que viajar te abre la mente, te hará más curiosa, te ayuda a hacer nuevos amigos, te descubre a ti misma y te hace sentir libre. En efecto, nunca faltan motivos para viajar. Pero sucede que, con la repetición o la saturación de las imágenes de los viajes, viajar también se vuelve menos significativo. Entonces, es preciso buscar más significado o darle otro sentido a la experiencia.
Para muchas personas, viajar en la era de las redes sociales es más emocionante que nunca porque hay nuevas formas de viajar de las que creíamos posibles en el pasado. Muchos de los datos e imágenes que comparten nuestros amigos, parientes o influencers nos facilitan mucho las decisiones a tomar a la hora de elegir las rutas y destinos. En este sentido, los internautas viajeros ofrecen algo de valor al consumidor. Sin embargo, los egoturistas también nos brindan inspiración.
Consideremos el fenómeno del egoturismo. No lo vayamos a confundir con el “ecoturismo” o los viajes “responsables” a áreas naturales, combinando con un esfuerzo por conservar el medioambiente y contribuir al bienestar de la población local. El egoturismo es otra cosa. Aventuro una definición: la práctica de viajar para demostrar el goce estrechamente individual o el máximo alcance del deseo o el autoengrandecimiento del ego precario. Igual, se trata de la circulación de fotos que muestran la glamorosa imagen del sujeto viajero en un lugar icónico del mundo, signo de lo emocionante que es su vida, llena de aventura o de lujo. Habrán visto algunos ejemplos. ¿No?
Se encuentran en esos selfish, digo, selfies en los cuales aparece la viajera o el viajero, con sus múltiples poses, disfrutando del atardecer en una playa de Maui, debajo de la torre Eiffel, sobre un camello en frente de las pirámides de Egipto, en el centro de la Plaza Mayor de Madrid o (la favorita de las personas escritoras) al lado de la estatua de Fernando Pessoa en Lisboa. Por un lado, las imágenes quieren decir: “soy una apasionada de los viajes y organizo mis destinos y recorridos analizando cada detalle”. Por otro lado, las imágenes buscan confirmar, sin la más mínima sobra de duda, “es que soy yo ante tu color de mundo” (Neruda). Se podría eliminar ese fantasmeo inoculando contra la vanidad, pero, tal vez, tendríamos menos personajes e historias entretenidas.
De cierto modo, viajar es la forma de reinsertarnos en nuestra antigua condición de criatura errante. Resumo a grosso modo. Éramos naturalmente más inquietos de lo que somos ahora. Dada la inseguridad de la vida y el perenne peligro de nuestra extinción, como especie, te movías o perecías. Moviéndote continuamente es como nuestros ancestros escapaban de la impredecibilidad y el poder de la naturaleza. Imagino que el terrible miedo a la aniquilación era proporcional a la feliz emoción de sobrevivir.
Con la creciente colaboración humana y la construcción de viviendas fortificadas, ya no había tanta necesidad de correr o escapar de depradoras voladoras y sus filosas garras. Con la seguridad llegó el cansancio, insatisfacción y apatía, o sea, el aburrimiento que es el flagelo de la vida moderna, condicionada por la explotación sin frenos de los recursos y el consumismo rabioso. Escapar de esta condición moderna motiva el deseo de estar en otro lugar y encontrar alguna maravilla. Si acaso dejamos atrás nuestra condición de nómada, aún no dejamos de ser escapistas.
Por otra parte, viajar es una de esas experiencias que nos devuelve la pasión por ver y conocer un poco más del mundo, lo que aún tiene de bello y enigmático. Hasta hace poco, me sentía bastante hastiado con el tema de los viajes. He viajado mucho. Al principio, lo hacía motivado por explorar las culturas y la historia de distintas sociedades y, después, por explorar las maravillas de la naturaleza. En los paisajes urbanos, las vistas que más atraen mi atención no son las turísticamente típicas, sino las escenas pedestres, como, por ejemplo, la señora mayor que con un extraordinario rebose de dignidad trabaja la limpieza en un McDonald’s en Zagreb o los cultivadores de huertos vistos desde la carretera en tantas ciudades o aldeas de Corea del Sur.
Con la factura de los años y el kilometraje y lo complicado y dificultoso que resulta volar hoy en día, me motiva más estar en casa y en mi vecindad. Allí también ocurren cosas fantásticas que descubro al hablar con calma con el vecino o cuando te detengo a espiar lo que está tramando el gato a espaldas del mundo, con la huella de carbono mínima.
Ahora bien, a veces algunos viajes a lugares remotos resultan maravillosos. Este verano, por fin, aproveché la oportunidad que me presentaron unos amigos y visité Brasil. Regresé muy impresionado por muchas cosas, pero especialmente la belleza intoxicante de una ciudad como Río de Janeiro y la pasión por la vida que a diario expresan las brasileiras y los brasileiros. En cualquier lugar y a cualquier hora, estalla una explosión de samba, a pesar de los enormes problemas que enfrentan dentro de su sociedad. Sin embargo, entre todas las imágenes y el par de selfies que tomé para documentar mis nuevas experiencias y descubrimientos, la que con más cariño recuerdo es la del baiano en Barra (barrio popular y turístico en Salvador da Bahia) que se apeó de su bicicleta para darle una porción de su almuerzo a un perro callejero. En un mundo de más de 93 millones de selfies por día, esta imagen del ciclista cuidando a un animal abandonado es una maravilla que pone de relieve la preocupación desinteresada por el bienestar de los demás.