En 1964 fue suprimida la Secretaría de Estado de Justicia, pasando sus atribuciones a la Procuraduría General de la República. Ahí inicia una revolución del sistema de justicia, colocándose al Ministerio Público, como acusador y administrador del sistema carcelario, en una posición privilegiada ante las otras partes del proceso penal. La Ley sobre Régimen Penitenciario y la del derogado Estatuto del Ministerio Público, desembocaron en el refuerzo de esa disonancia institucional con la reforma constitucional de 2010 y la Ley Orgánica del Ministerio Público.
La Procuraduría General de la República es el órgano que, por mandato constitucional, formula e implementa la política criminal del Estado, dirige la investigación penal y ejerce la acción pública. El artículo 169 constitucional establece que este órgano debe garantizar los derechos fundamentales, promover la resolución alternativa de disputas, disponer la protección de víctimas y testigos, defender el interés público y dirigir el sistema penitenciario.
El Ministerio Público, pues, tiene básicamente las funciones que le son propias y las que “exceden el ámbito propiamente fiscal” (Ramón Emilio Núñez). Estas, ajenas al ámbito fiscal, lo vinculan al Poder Ejecutivo. Son estas últimas sus gestiones en la formulación e implementación de la política criminal y la dirección del sistema penitenciario. Pero, como actor del sistema de justicia, ello genera un conflicto de intereses, manifiestado habitualmente en la realidad.
Por sus funciones, el Ministerio Público es el titular de la investigación y la acusación al tiempo que es el carcelero del investigado, imputado y acusado. ¿No es contradictorio que la autoridad investigadora y que ejerce la acción penal sea la misma que custodia los presos al tiempo que busca destruir su estado de inocencia? ¿No desentona que el órgano perseguidor tenga el control del interno, desde su cuidado, habitación, hasta los horarios de recreación y visitas.
Aunque en su actuación el Ministerio Público está sujeto al principio de legalidad, el principio de unidad de funciones implica su coherencia y se ve permeado por su dualidad de funciones. El respeto por la dignidad humana e igualdad frente a la ley del interno a manos de su custodio y quien lo acusa es un anacronismo incoherente con las garantías debidas al recluso. Esas paradojas deben desaparecer en una próxima reforma constitucional y legal.