En el devenir de mi historia como abogado en ejercicio he padecido y disfrutado innúmeras circunstancias y vivencias que constituyen mi anecdotario de vida, las cuales en la mayoría de los casos me han dejado experiencias inolvidables que morirán conmigo y cada vez que las recuerdo evoco los momentos dichosos o no en que pasaron.
En Jimani, una turba me agarró en las afueras del Palacio de Justicia y si no es por la intervención venturosa y oportuna de los policías me hubieran picado, picadito, solo por ponerle una querella por violación de propiedad a la entonces síndico del pueblo.
Camino a Samaná me volqué y salí vivo de casualidad. Una vez haciendo un embargo conservatorio, el marido de la embargada me tomó de rehén luego de arrebatarle al alguacil los papeles del embargo, con pistola incluida. En definitiva, una serie de cosas que si sumamos las de cuando era alguacil dan para hacer un pequeño libro de aventuras.
De todas las anteriores y las demás, la que más risa me causa ahora fue cuando un cliente en San Francisco de Macorís, don Sagunto Martínez, comerciante prestigioso de dicha ciudad, me ofreció un cerdo de regalo.
En efecto, luego de la audiencia, nos dirigimos a su negocio y allí se encontraba un cerdo pequeño de color negro, si se quiere, hasta bonito. Don Sagunto me lo tenía amarrado y me preguntó si lo sacrificaba para poder traerlo a Santo Domingo. Le dije que no, que prefería traerlo vivo y dejarlo en la Lechonera el Boricua a que me lo azaran.
Me insistió varias veces en la necesidad matarlo porque hasta ese momento, y él me lo aclaró, no sabía que los cerdos sufrían de flatulencias como cualquier ser humano y eso podría ser incómodo durante el viaje.
Pensé en mis opciones, y dije que eso le pasa a cualquiera, y entre el tiempo para sacrificarlo y prepararlo para el viaje, y el de amarrarlo y cargarlo, poner cartones en mi Jeepeta, para llevarlo a su destino, me decanté por lo último, entendiendo que lo demás era, obviamente, soportable.
En efecto, don Sagunto mandó a forrar de cartón la parte trasera de mi vehículo, sin saber yo, porqué tanto celo; amarró bien al cerdo y dadas las gracias de lugar, las despedidas correspondientes, enfilé destino hacia la lechonera El Boricua, con la expectativa de la ¨jartura¨ que me daría al otro día con moro de gandules, yuca guisada con cebollitas y ensalada rusa.
Con dinero en el bolsillo, y mi carga a resguardo, arranqué raudo y veloz, y hasta la salida de San Francisco de Macorís todo era miel sobre hojuelas, un éxito, hasta que el jodido cerdo se tiró el primer ¨peo¨, el cual hedía más que el del ¨Follón de Yamasá¨. Pensé que no era tan grave, que en efecto, un peito se lo tiraba cualquiera, y que en definitiva, valía mas la pena el traslado vivo del cochinito.
Ese fue mi segundo error.
Bajé los vidrios, y proseguí mi camino feliz y contento, hasta que, el bendito puerco, inició una informe retahíla de pedos húmedos, con sus respectivas cargas aromáticas, que calculé realizaba cada tres o cuatro minutos.
Me imagino que de San Francisco de Macorís, a la lechonera, la cual queda a varios kilómetros de Villa Altagracia, mi compañero de viaje se tiró por lo menos quinientos peos, cada uno más hediondo que el anterior, obviamente, estos venían con su carga necesaria de explosivos chiguetes, y montantes corridos, cortos, largos, intermitentes y de todo tipo. Toda una sinfonía, que ni siquiera la brisa de los vidrios abajo, ni la música a todo volumen pudieron impedir.
Al final, llegué a mi destino, oliendo a puro cerdo, y con la parte trasera de mi vehículo lleno de viscosidades e inmundicias; impartí las instrucciones correspondientes y pagué su sacrificio y cocción.
La ropa la boté, hasta los pantaloncillos, y la Jeepeta, luego de aproximadamente veinte lavadas completas, empezó a oler un poco menos a cerdo.
Solo me consoló el hecho de que al otro día tomé venganza de este viaje tan oloroso. Viendo a través del tiempo, este hecho que pudiera ser bochornoso para algunos, me rio de la experiencia que ofrezco como testimonio de un día en nuestra profesión.