Últimamente he cambiado mi rutina al levantarme; bueno, no cambiada, he añadido algo más. A partir de las siete de la mañana abro mi puerta de madera y me coloco detrás de la de hierro porque, dicho sea de paso, todo el mundo tiene que estar protegido por hierros.

En días pasados, yendo con mi hijo por uno de los sectores de la ciudad que todavía no está sembrado de edificios, vi una casa con unos hierros que me recordó la casa de Felucho Jiménez, en La Vega, que era una de las más hermosas, en la avenida principal, y que tenía unas rejas con un lindo diseño. En ese entonces, las rejas eran consideradas un elemento decorativo a diferencia de hoy que el enrejado es sinónimo de prisión en la misma casa, ya que es una forma de protección contra los ladrones.

El estar detrás de esa reja tan temprano me permite disfrutar de todo lo que acontece a esa hora.

Detrás de mi casa hay una escuela de educación básica. A partir de las siete comienzan a pasar los niños. La gran mayoría viene en motores de concho. A veces tres como pasajeros, además del chofer. Otros, los traen sus padres, pero hay algo que llama mucho mi atención y es que muchos vienen en carros de lujo. Como no sé nada de autos veo que tienen un color brillante, parecen nuevos o del año, son de todas las marcas y de esos que les llamamos “yipetas”. Pienso, porque me gusta analizar, si es más importante disponer de un buen carro u ofrecerles una mejor enseñanza a los hijos, ya que no son pocos los días que le roban de clase a los estudiantes por una u otra razón.

Vienen muchas niñas con peinados raros, muchas trencitas disparadas, cintillos de colores brillantes y los niños con corte de pelo moderno, pero todos traen su botellita de agua.

Los que vienen a pie, muchos sé que son extranjeros por su forma de hablar. Pero hay algo que me preocupa: la acera frente a mi casa la han tomado como parqueo y todos esos niños tienen que caminar por la calle, que a más de ser estrecha, han tomado como ruta unas “voladoras” que, como su nombre lo indica, vienen volando. No quisiera ser testigo de una tragedia.

En esta misma semana parece que tendrían una feria de frutas, porque vi desfilar los orgullosos niños con sandías enormes, manzanas, uvas, fresas, guineos y no sé cuáles más porque no las distinguía dentro de las fundas.

El vestuario de las madres me encanta: shorts, que más cortos no pueden ser; pantalones licra, con un tope como si fueran al gimnasio; escotes pronunciados; el pa’ trá como de mega divas y el color de cabello, tanto como los del arco iris.

Otros niños son traídos por sus hermanas o hermanos mayores que van a otras escuelas de la Zona. Vienen comiendo yaniqueques o viendo sus celulares (todos tienen). Algunos vienen en el mismo motor que luego los lleva a su plantel.

Pero eso no es todo mi panorama de esa hora. Comienzan a desfilar los obreros de la construcción, impecables, limpios. Pasan en grupo, todos me saludan.

Desde mi puerta observo a mis vecinos poniendo bombas de agua y preguntándose unos a otros si por fin llegará hoy ese preciado líquido.

En la imprenta del frente veo a los empleados trabajar y escuchar últimamente una música cristiana -parece que alguno se convirtió- y he perdido el placer de verlos salir todos juntos “juyendo” y pararse en la puerta a ver a alguna joven pasar con su ropa ajustada y sus extensiones de pelo.

Los caminantes que hacen ejercicios regresan a sus casas y me sonríen como queriendo decir, acompáñanos.

Vivir en San Miguel, mi barrio de la Zona Colonial, es un premio, es la dicha más grande que puede tener un ser humano y más cuando se pertenece a la tercera edad, que no sé si ya estoy en la cuarta, pero poder disfrutar de ver a diario el amanecer lleno de sorpresas, no tiene precio.