El programa del instituto incluía también una semana en una república, y otra en Leningrado (hoy de nuevo San Petersburgo). Las dos visitas las realizamos en verano.

A los dominicanos nos tocó Bielorrusia. Allí, además de visitar los sitios de interés de Minsk (la capital), museos, parques, las inmancables visitas a las instituciones del Estado, fuimos a las zonas donde se libraron algunos de los más feroces combates contra el ejército nazi, sin otro resultado que el aniquilamiento de una buena parte de la población, ya que el invasor continuó su avance hasta los alrededores de Moscú.

Visitamos también un bosque donde los bisontes vivían en libertad. Esto fue lo que más disfruté del viaje. Después de tantas conferencias y discursos (algunos aburridísimos), pasear un rato en el monte, mirando esos imponentes animales, fue para mí una verdadera terapia. Había más poesía en el mugido de los bisontes que en la mayoría de los discursos que escuchaba.

Ese mismo día, en la noche, tuvimos una fiesta en el hotel. Compartí mesa con el intérprete, Ruperto y el Monsieur.

La bebida era a voluntad. En realidad, durante toda nuestra estadía, casi todo lo pagamos con un spasibo (gracias, en ruso).

El intérprete nos dijo que había un delicioso Vodka que se elaboraba con cereales fermentados con una hierba que comían los bisontes que habiamos visto.

Pedimos una botella. Tenía justamente un bisonte en la etiqueta.

Nos tomamos esa y pedimos otro.

Cuando terminamos la segunda, el intérprete, que bebía como un cosaco, nos preguntó si pediamos la tercera. Nos miramos.

—Vamos a dejarlo aquí, camarada. Hace ya rato que tengo al bisonte trepado en el cuello y su peso no me deja ni siquiera ponerme de pié —le dije con la lengua tan pesada que no me cabía dentro de la boca.

Al otro día, el bisonte ya se me había bajado del cuello, pero sentía mi estómago como una caldera intentando quemar el diabólico alcohol y, mi esófago como el conducto por donde trataban de escapar los gases de los cereales fermentados por la hierba que se comió el bisonte pintado en las botellas.

También nos pasamos un par de días en Brest, una ciudad contigua a Polonia, separada por el pequeño Río Bug. Esta ciudad fue uno de los primeros puntos de entrada de los nazis, allí diezmaron la población masculina. Todavía en el momento de nuestra visita (verano de 1980) existía un gran desequilibrio entre la población masculina y femenina. Era un pueblo de mujeres.

Una tarde entré a un pequeño centro comercial con el Monsieur, un moreno alto y flaco, de piernas y pasos largos como Johnny Walker. Iba vestido entero de blanco y con una boina roja. Las mujeres se paraban de trabajar para ver a esa figura, no sé si lo confundían con una de esas aves exóticas de patas largas que abundan en África ecuatorial o con un príncipe de Sudán, pero lo cierto es que solo lo miraban a él. A mí, si alguna me dirigía una compasiva mirada, era tal vez para fijarse que el príncipe se había comprado un enano para que le abriera la puerta del carro.

Le conté lo ocurrido a mis camaradas y, a partir de entonces, todos querían salir con el Monsieur para ver lo que se les pegaba. Él aceptaba a cambio de que le pagaran las pivas (cervezas). Descubrió que en Brest un negro podía cotizarse caro.

—El que quisiera darse el lujo de andar conmigo, que pagué —decía orondo.

Poco después del viaje a Bielorrusia, fuimos a Leningrado, en pleno verano. Llegamos justo en los días de las noches blancas, fenómeno exclusivo de las regiones cerca del polo, en el que la obscuridad nunca es completa. El sol se acuesta después de las diez y el crepúsculo dura toda la noche, hasta juntarse con la claridad de la mañana a tempranas horas. Es ideal para pasarse la noche de parranda en la calle.

Leningrado (hoy San Petersburgo) es sin duda la ciudad más interesante de Rusia. Fue construida respondiendo al  interés de Pedro el Grande de modernizar y occidentalizar a Rusia y transformarla en una potencia europea. La ciudad es una especie de Venecia aumentada con más de 400 puentes que atraviesan numerosos canales, incluyendo el imponente Río Neva. Algunos tramos, a lo largo de los cuatro kilómetros de extensión de la Nevki Porspekt, principal arteria de la ciudad, muestran el esplendor de la época zarista.

Una semana no es suficiente para apreciar la riqueza arquitectónica de la ciudad, y nuestra visita incluía, como siempre, las reuniones en comités de partido, sindicatos, instituciones culturales, etc. Solo en el museo Hermitage (antiguo Palacio de Invierno) hay que pasarse una buena mañana tan solo para detenerse un instante frente a cada una de las piezas que componen la colección de cerámicas china de la familia zarista. El museo tiene más de tres millones de piezas, incluyendo antigüedades, pinturas, esculturas, armas, joyas, etc.

El día antes de regresar a Moscú,  fuimos a la ciudad de Pushkin, en un barco panorámico que nos permitió disfrutar la belleza del Río Neva y su desembocadura en el Golfo de Finlandia.

Fuimos a visitar el Palacio de Verano, también llamado Palacio Catalina, residencia de verano de la familia zarista. Un suntuoso palacio que escandalizó hasta las más extravagantes monarquías de la época por su obsceno lujo. En su construcción se usaron más de cien kilos de oro solo para decorar la fachada. El exterior del palacio es una alucinante orgía de jardines, fuentes y esculturas.

En la noche, cuando regresamos de Pushkin, nos fuimos a la discoteca del hotel, donde permanecimos hasta bien entrada la noche. Cuando me fui a acostar, sin saber si era de día o de noche, tanto por la borrachera como por fenómeno de las noches blancas, me encontré en el lobby con una acalorada discusión entre Enriquillo (jefe del grupo) y Tabaquico, en presencia de un miembro de la seguridad del hotel.

Tabaquito reclamaba su derecho a subir a su habitación una puta que había encontrado en la calle, a lo Enriquillo se oponía rotundamente.

—Déjame subir, a un hombre no se le puede impedir estar con su mujer.

—¿De qué mujer tú estás hablando? Esa es una puta que tu acabas recoger en la calle.

—Sí, pero esta noche ella es mi mujer.

Subí sin saber el desenlace de la discusión. Al día siguiente supe que la seguridad puso a la mujer en la calle y se llevaron a Tabaquito a su habitación, pataleando y gritando “el atropello” que cometían contra él.

Un mes después del viaje a San Petersburgo, dejamos la Unión Soviética. Salí con ideas y sentimientos encontrados, no había dejado de creer en la revolución, pero no para lo que acaba de ver. Estaba convencido de que eso no tenía posibilidad de sostenerse en el tiempo, que el sistema se mataría a sí mismo.

Me embargaba una gran frustración. Pero, al mismo tiempo, cuando comparaba las condiciones de vida de los soviéticos con la de los dominicanos, era evidente que los primeros estaban mejor.

Los soviéticos ya no pasaban hambre, tenían una vivienda (aunque fuera con cocina y baño compartido), aceptables servicios de educación y salud, acceso a los bienes de la cultura.

¿Pero acaso valía la pena hacer una revolución tan solo para eso? No, rotundamente no, había que idearse formas de construir un socialismo más humano, reconocedor y garante de derechos y libertades y, sobre todo, que no destruyera la capacidad de un pueblo para producir riquezas, que reside en la iniciativa privada, cosa que el Estado no solo debe respetar, sino también facilitar, promover, apoyar.

En el contexto de la izquierda dominicana, tales razonamientos hacían de mí, más que un revisionista, un desertor, un  hombre que acababa de pasarse a las filas de la contrarrevolución.

Poco tiempo después, me marché para Canadá, donde todavía resido.

*Tomado de mi libro Una vida en tiempos revueltos (autobiografía), 2018, editora Mediabyte, Santo Domingo, R.D. 213 p. (páginas 86-103).