Una de las puntas de lanza de la extrema derecha en este siglo XXI (que ya lo fue de la extrema izquierda en el XX) es borrar la historia, inducir a la amnesia colectiva sobre los graves crímenes cometidos por diversos regímenes en el siglo XX, desde un Francisco Franco hasta un Stalin, partiendo de Hitler y llegando hasta Pinochet y Videla. Este esfuerzo por negar lo ocurrido -y está ocurriendo- intenta diluir genocidios como el padecido por el pueblo congoleño, el armenio, los ucranianos, los judíos, los camboyanos y los palestinos (antes y ahora).
En nuestro entorno, la sociedad dominicana ha sido intoxicada con relatos falsos sobre tiranos como Trujillo y Balaguer para ocultar los miles de muertos de sus respectivos gobiernos, hasta el punto de consagrar como historiador a quien tiene sucias las manos de sangre de un mártir como Manolo Tavárez. La gestión de la memoria siempre ha sido de gran interés por la política, pero en el presente el negacionismo se difunde con intensidad fruto del descenso a escala mundial de la educación en sentido general, pero sobre todo en las humanidades y las ciencias sociales.
El interés en ocultar las víctimas se debe a un honda negación de la dignidad humana y el propósito de estimular el autoritarismo y promover el descarte de las personas más vulnerables (económica y socialmente). Una suerte de darwinismo económico se va imponiendo, donde los fuertes (con más dinero, con más poder político, con más rango social) se hacen más fuertes y los más débiles son abandonados a su suerte para que perezcan (sea en las chabolas argentinas o la franja de Gaza). Se parte de una perversa antropología que niega la igualdad de todos los seres humanos y justifica todo tipo de genocidios (por la guerra o el hambre) bajo la falacia de que la “sociedad” no debe cargar con ellos. Por eso el resurgir con fuerza del racismo, la xenofobia y la misoginia. Una modalidad de esa ideología es el caso Bukele, donde las cárceles operan como mecanismos de exclusión y deshumanización de grupos sociales marginales, semejante al caso afroamericano en el sistema carcelario estadounidense.
Lo dicho en esos tres párrafos tiene como meta disolver la democracia y anular el sistema de reconocimiento de derechos que, naciendo en las revoluciones burguesas de finales del siglo XVIII, alcanzaron a ser un referente planetario en la constitución de las Naciones Unidas, que aún con sus defectos (graves por cierto) representa un esfuerzo civilizatorio nunca antes conseguido por la humanidad.
La democracia -la sociedad abierta según Popper- perdió fuerza como proyecto político al iniciarse este siglo debido a múltiples falencias, desde el fraude electoral en Estados Unidos que le robó la candidatura a Al Gore hasta el intento de golpe de Estado de Trump, pasando por la percepción en las sociedades latinoamericanas que como sistema no logra resolver temas como el empleo, la salud o la educación de calidad. El éxito económico de China de elevar el nivel de calidad de vida a millones de sus ciudadanos bajo un régimen autoritario milita en contra del prestigio de la democracia, semejante a la extrema derecha israelí en el poder que sigue matando niños palestinos aunque no tiene el respaldo de su pueblo.
Que gobernantes como Trump, Bolsonaro o Putin sigan teniendo tanta popularidad erosiona las bases de la democracia, o que Milei y Bukele sean respaldados por los votos de sus sociedades nos muestran un deterioro político grave.
Precisamente este contexto y estos liderazgos son los que buscan difuminar la historia y construir un relato mítico que torne dóciles a sus pueblos en los procesos que están en marcha para retroceder la historia a formas de absolutismos que creíamos ya superadas. Hoy por hoy recuperar la memoria, enseñar historia, debatir sobre lo ocurrido y lo que ocurre, es una de las acciones más subversivas contra el orden que se desea instaurar. Reconozcamos que llamar la atención de los millones de seres humanos que hoy viven absortos en las pequeñas pantallas de sus celulares, idiotizados, ausentes de actividad reflexiva, es una tarea mayúscula. Construir espacios reales de diálogo es el primer paso en un cambio político que evite la deriva autoritaria en que estamos deslizándonos.