(A Lucho Llosa)
Acabo de leer la novela del Nobel Mario Vargas Llosa Le dedico mi silencio y confieso una sensación de estremecimiento y nostalgia al leer su nota final, en la que dice que será la última que escribirá. Y donde anuncia, asimismo, que el último libro que publicará será un ensayo sobre Sartre, su maestro de juventud (y que espero con ansiedad). En una entrevista dijo que ya no tiene las fuerzas suficientes (como es natural, lo cual es comprensible, por su edad: 87 años), y que está convencido de que no vivirá tanto como para dedicar varios años a la escritura de otra novela –que es el tiempo que conllevan sus proyectos novelescos. Pensé que esa despedida no involucraba la escritura de artículos, y no bien concluyo de leer su novela, cuando leo en la prensa, que también se despide como articulista: dice adiós a El País, y a su columna, Piedra de toque —que mantuvo desde 1990. De modo que mi nostalgia es aún mayor, pues he sido un fervoroso seguidor y lector –y aun, fanático—de sus artículos de opinión, que han sido una escuela de libertad de expresión, buena escritura, correcta dicción, actualidad informativa y enjundiosa capacidad de argumentación. Es decir, una universidad de buen periodismo literario, y una fuente de aprendizaje y conocimiento, por donde desfilaron: reseñas de libros, crónicas de viajes, reportajes, artículos y críticas de artes plásticas, cine y teatro.
Con Vargas Llosa se despide una época, convulsa y compleja, un estilo, una ética intelectual y una moral de la escritura. También, se cierra un ciclo –quizás el último–, de un arquetipo del escritor-intelectual, del novelista-ensayista, capaz de conjugar su oficio periodístico con el de intelectual y pensador político, comprometido con causas sociales universales, con la razón y la justicia.
Ha sido el último gran testigo y protagonista de una generación elite, la del Boom, de esos escritores que crearon, también, una generación de lectores, epígonos y admiradores, y que la tuvieron como paradigma a seguir o imitar. Es decir, una generación que cubrió toda la segunda mitad del siglo XX y buena parte del siglo XXI, y que instó a los europeos –y aun a los mismos latinoamericanos–, a olvidar su complejo de inferioridad, y dejar atrás la idea de Alfonso Reyes, de que los latinoamericanos siempre “llegamos tarde al banquete de la civilización”. Vargas Llosa hizo, en su época, lo que tenía que hacer un joven autor hispanoamericano: irse a Europa para conquistar, literariamente, el Viejo Mundo (como Darío en su época), buscar mercado editorial –pues en América Latina no existía–, hacerse sentir, y decirles a los demás autores, académicos, editores y lectores de España y Europa, que era posible hacerse oír y conquistar lectoralmente Europa, como lo hizo él, y los demás autores del Boom, el pre- Boom y el pos- Boom –es decir: desde Barcelona, Madrid, Londres o Paris. De esa sinergia, y de una conjunción de factores —de los que ya todos sabemos–, nació el Boom de la narrativa del continente mestizo, que estremeció el mundo editorial en lengua española, y más allá.
Vargas Llosa es pues nuestro último mandarín (palabra que empleó para definir a Sartre), el último que apagará la luz del teatro de las letras del Boom de la literatura hispanoamericana. De ahí que sus admiradores sintamos, con su despedida del reino de la escritura, una sensación de vacío, orfandad y tristeza, y porque, además, el autor de La ciudad y los perros representa el fin de una época y de una generación. Nos harán falta sus opiniones y puntos de vista sobre los grandes y polémicos temas de la actualidad política, cultural y social, y acerca de las ideas que han permeado –y marcado- la contemporaneidad. Fue pues un intelectual de su siglo, acaso el último, tras la muerte de Octavio Paz, en 1998, o de Carlos Fuentes, en 2012. La voz de Vargas Llosa fue siempre oída y esperada por sus lectores, como una brújula de orientación, con sus críticas y opiniones, urticantes, valientes y frontales, sobre el presente y el futuro de la democracia de América Latina y del mundo occidental: sus procesos electorales, el populismo de izquierdas y de derechas, las dictaduras y los totalitarismos, y por cuyas ideas se granjeó no pocos detractores, pero también, un puñado de defensores. De ahí que se haya convertido en un guardián de las democracias liberales y en un defensor espartano de la libertad, ese oxígeno de las democracias, y condición indispensable para el ejercicio, contra viento y marea, de la vida intelectual. Contrario a lo que sus detractores de izquierda piensan –que lo encasillan en la derecha o extrema derecha–, pienso que ha sido coherente con su postura liberal. Es un férreo defensor de una cultura de la libertad, y de los valores de la democracia, ya que ha sido un feroz crítico del fascismo, el nazismo, el nacionalismo, el militarismo, las tiranías, las dictaduras y del comunismo. Es decir, ha sido un crítico de los totalitarismos, esos enemigos de la libertad individual y violadores de los derechos ciudadanos. Por lo tanto, representa un auténtico intelectual del siglo XX –“el siglo de los intelectuales”, como lo definió Michel Winock–, amén de ser un enorme novelista, de la estirpe de los maestros del realismo del siglo XIX, como Balzac, Flaubert, Galdós, Melville, Hugo, Dickens, Tolstoi o Dostoievski.
Un escritor que, con la calidad de su obra literaria, ha escalado peldaños de excelencia, admiración y respeto, en Occidente, EU y América Latina, y aun, en toda la lengua española. Heredero y digno aprendiz de sus maestros de iniciación, como Flaubert, Faulkner, Víctor Hugo, Dumas, Hemingway, Malraux o Sartre, en la creación de mundos imaginarios o de catedrales novelescas. O en la invención y aplicación de renovadoras técnicas narrativas modernas –que involucran superposiciones de planos narrativos, fragmentaciones temporales, monólogo interior, caja china o mudas narrativas—como en sus novelas más experimentales –La casa verde o Conversación en la catedral— Vargas Llosa nos ha dado lecciones en el dominio técnico y formal de la estructura novelesca. También, nos ha mostrado una insólita experiencia como lector y relector de novelas, es decir, una enorme capacidad como exégeta e intérprete de novelas, cuya mejor expresión es Las verdades de las mentiras, un texto modélico en el análisis, teoría e interpretación de novelas, de un conjunto de obras maestras del siglo XX. O su capacidad didáctica para elaborar teorías sobre la novela y la narratología como lo revela en Cartas a un joven novelista.
Vargas Llosa ha convertido sus novelas en extensión de sus teorías o poéticas novelescas sobre “el arte de mentir” y las “mentiras verdaderas” –pese a ser un novelista realista o neorrealista y a su trabajo de escribidor–, en pasión oficiante, de modo consciente y ejemplar. Asimismo, deviene continuador del legado imaginario de sus padres putativos y seguidor de su estirpe. Es un novelista, a mi juicio, de carácter antropológico, pues no pocas de sus novelas son el producto de largas investigaciones in situ, y en otras ocasiones, un novelista, autor de novelas históricas o novelas-reportajes (como Hemingway) o un escritor de ficciones históricas. Y de ahí que se haya transformado en un arqueólogo o antropólogo (acaso lo heredó de su coterráneo José María Arguedas, en la búsqueda de la “utopía arcaica”, como se titula el libro que escribiera sobre el autor suicida de Los ríos profundos), al visitar los lugares o espacios que le sirven para comprobar la realidad de sus ficciones, y viceversa: de ahí que vaya de la realidad de los hechos a la ficción, y de estos a aquella.
Su condición intelectual se formó, a mi juicio, al calor del debate de las ideas en la Francia de los años sesenta, capitaneada por sus maestros y admirados Sartre, Camus y Malraux. Ese carácter de polemista, que formó el pensamiento liberal vargasllosiano, procede de las lecturas de Popper, Berlin, Hayek o Revel, y que sobresale en las páginas de su libro La llamada de la tribu –libro que leí con fervor durante unas vacaciones en NY, en mayo de 2018 –, y donde se destaca el pensador liberal, y en el que están, en gran medida, las raíces de sus ideas políticas, que forjaron su personalidad política.
Vargas Llosa es el autor que ha vivido para acumular y recibir los mayores honores, premios y distinciones, que otros de sus compañeros de viaje literario no alcanzaron, porque vivieron menos o porque no tuvieron la fortuna o la dicha de la longevidad. Su ingreso en la Academia Francesa de la Lengua es un caso insólito para un autor no francés, que no escribe en la lengua de Montaigne, un anhelo que quizás soñaron Borges, Paz o Carpentier, escritores que vivieron en Francia o que amaron su cultura y hablaron su lengua. También en ingresar a la codiciada Biblioteca la Pléiade de Gallimard, no con un libro sino con cinco, algo que añoró Borges, quien dijo que estar en esa colección era más importante que ganar el premio Nobel. La Pléiade, fundada en 1931, consagrada a autores franceses, reúne autores legendarios, y donde brillan, por su ausencia u olvido, los autores españoles. Es el canon de la literatura universal, una aspiración que todo escritor vivo anhela, pero que solo 16 lo han logrado en vida, y Vargas Llosa es uno de ellos –y muchos con un solo libro. Solo Cervantes, Federico García Lorca (en una antología), Borges (con sus obras completas) y Octavio Paz (con su poesía completa y cuatro libros de ensayos), pero póstumamente. Vargas Llosa seleccionó él mismo los títulos, en dos tomos: La ciudad y los perros, La casa verde, Historia secreta de una novela, Conversación en la catedral y La tía y el escribidor. La Pleiade solo ha incluido, y en antologías, de la literatura española, textos de la picaresca, del teatro del Siglo de Oro, y una antología de la poesía española del siglo XX.
La primera novela de Vargas Llosa que leí fue La ciudad y los perros, a finales de los años ochenta (justo hace un mes la releí). Desde entonces no he dejado de admirarlo por sus lecciones de talento, rigor y disciplina. Precoz y enfant terrible de la narrativa hispanoamericana, se inició a los 16 años como periodista en Lima, en una carrera meteórica de escribidor (como suele autodefinirse), que prontamente lo llevó a obtener el Premio Biblioteca Breve de Novela de España, en 1962, a los 26 años, con La ciudad y los perros, y luego el premio Rómulo Gallegos de Venezuela, con su segunda novela, La casa verde, en 1966. De modo que su trayectoria ha sido imparable y portentosa, en una relación de consagración y sacerdocio a las letras y la escritura. Heredero del periodista profesional, compaginó el periodismo (el cronista, el articulista, el reportero y el redactor) con la literatura, forjó su pensamiento político (y acaso sus dotes de orador) en sus años de estudiante en la Universidad de San Marcos; hombre de izquierda, en su juventud (como era lógico), enamorado (como todos), de la revolución cubana, y luego un desencantado y un crítico feroz de su deriva autoritaria y dictatorial.
Su vocación de escritor se expresa en el afán de conquistar lectores y vivir de su oficio, y de ahí que se marche del Perú a Europa a formarse académicamente y a hacerse un escritor de oficio. Se hace doctor en filología, algo extraño e inusual en su época, pero que tendrá beneficios en lo profesional, pues le permitió ser profesor en Londres (en el King College) y en Estados Unidos –por su dominio del inglés– y ganarse la vida dictando conferencias y dando cursos en academias, y en Paris –por su dominio del francés—como corresponsal de Radio Francia Internacional. Ha vivido pues del periodismo, la literatura y la academia.
Pocos escritores, en los últimos años, me han deparado tanto entusiasmo y enriquecido mis experiencias de lectura como Mario Vargas Llosa. Espero con ansiedad cada uno de sus libros y de sus artículos para disfrutar de su prosa y conocer sus ideas, sus puntos de vista y sus argumentaciones -sobre un tema actual o un hecho reciente- y más aún, sus ensayos. Acaso porque no soy novelista sino ensayista y poeta, y pese a que es diferente a Octavio Paz, a quien me unen más vínculos, afinidades temáticas y admiración como ensayista y poeta (y sobre quien hice mi tesis doctoral en la Universidad del País Vasco). Vargas Llosa no es poeta sino novelista pero, a pesar de la diferencia de estilo como ensayistas, de ambos, veo en Paz al ensayista, en quien sobresalen el pensador y el poeta, el hombre de ideas lúcidas y originales, de prosa de imaginación, y con un estilo grácil, elegante, seductor y lírico; en cambio, percibo en Vargas Llosa, el ensayista eficaz, de enorme riqueza adjetival y lexical (escribe con todas las palabras del idioma, en un repertorio inagotable) y de gran perfección sintáctica. Desde luego, Paz, como no era novelista ni lector de novelas, no hizo crítica literaria ni teorías sobre novelas ni novelistas, sino sobre poesía y poetas; en cambio, Vargas Llosa, al no ser poeta sino novelista, brillan por su ausencia, las críticas y teorías de poesía y de poetas (con la excepción de César Moro, Neruda, Darío o José Emilio Pacheco). En Vargas Llosa, las oraciones tienen una mayor extensión, en tanto que, en Paz, poseen brevedad. En síntesis, en Paz se destaca la magia de su estilo y de sus ideas y en Vargas Llosa la eficacia de sus adjetivaciones y de sus argumentaciones. Confieso que los artículos y ensayos del peruano me despiertan curiosidad y me dan, por consiguiente, lecciones de estilo, agilidad, soltura y redacción, por su capacidad argumentativa, profundidad conceptual, perfección expresiva y precisión en la puntuación. Su dilatada vida dedicada a la escritura son, a la vez, testimonio y testamento moral de consagración y entrega al oficio, durante más de sesenta años –y que va del artículo al teatro, del ensayo a la novela y del cuento a la autobiografía. No solo nos da lecciones como artífice de la novela, por su carpintería y artesanía, sino de lector, estudioso, teórico y crítico de la novela, género que tuvo su mediodía durante el siglo XIX, y que Vargas Llosa le dio impulso, dignidad, autonomía y brillo, durante el siglo XX y lo que va de siglo XXI. Sus monumentales estudios críticos sobre García Márquez, Onetti, Víctor Hugo, Flaubert o Galdós, son lecciones teóricas y canónicas, a un tiempo, para académicos, escritores y lectores, en general. De sus artículos me seducen su capacidad argumentativa, claridad expositiva y rigor intelectual; asimismo, porque en ellos revela su sólida cultura y su experiencia de gran lector, que nos transmite su pasión lectora y entusiasmo por los libros, la lectura, los autores y el arte. Es un novelista y dramaturgo atípico, pues no solo lee novelas y teatro, sino ensayos de historia, política, filosofía, economía y sociología.
Su larga estadía en Europa le sirvió enormemente en su formación cultural. En El fuego de la imaginación (libros, escenarios, pantallas y museos), se nos revela como un hombre abierto a múltiples interés culturales, que vivió el día a día de los acontecimientos políticos e intelectuales de Europa y América Latina. Además, que ha sido un hombre no solo de letras (homme de lettres) sino un hombre enamorado del cine, el teatro y las artes plásticas, como lo revela, asistiendo a conciertos, exposiciones, espectáculos, teatros, museos, librerías y bibliotecas. Es decir, ha sido no solo un literato sino un intelectual sensible a todas las expresiones de la cultura y el arte, y de ahí que se aprecie su pasión por estar informado de todas las manifestaciones de la vida europea e hispanoamericana, y por ser, de algún modo, protagonista o testigo de primera mano.
Con la publicación de Le dedico mi silencio (dedicada a Patricia Llosa), hace un viaje a la semilla, un retorno a su infancia, a la memoria de sus padres y la suya propia, lo cual es una despedida a su oficio de escritor, pues siente –o presiente– que el fin del teatro de la vida está cerca: que ha llegado la hora de pasar balance y pagar deudas espirituales, sentimentales y personales. Acaso por eso quiso escribir esta novela, como una forma de reconciliarse con sus fantasmas y demonios existenciales: con sus ancestros, su cultura, su historia, su música y su ontología. Si es así es una hermosa y conmovedora manera de volver a sus raíces, a la génesis de su genealogía familiar y al contexto histórico y cultural, que tanto le sirvieron, en la creación del tiempo histórico de muchas de sus novelas peruanas, donde se respira –y sobresale– la peruanidad. Le dedico mi silencio es una novela autobiográfica, en la que se mezclan la crónica, el relato, el ensayo y la investigación etno-musical. Semeja, a ratos –o en algunos capítulos—, una novela-ensayo, en la que nos ofrece la visión nostálgica de su pasado, en una historia de amor a la música de su patria, tras tantos años de errancia, peripecias, viajes, autoexilios, desengaños, amor y desarraigo, por su país, que sueña verlo unido, finalmente, por la música. Y más aún, después de perder unas elecciones presidenciales, en 1990, en segunda vuelta, etapa –o coyuntura- en la que se desilusiona, se hace ciudadano español, se instala en Madrid e ingresa como miembro de número de la RAE, escribe sus magníficas memorias El pez en el agua, y retorna –o continua- con más energía y entusiasmo, a su oficio de escribidor. Además, sigue con sus críticas, cada vez más frontales y ácidas, contra los regímenes de izquierda y contra los defectos y debilidades de las democracias occidentales. Su despedida del oficio de la escritura no representa el fin de su obra, pues sus libros ya pertenecen, por derecho propio, a la tradición literaria de la lengua. Quizás sea una instancia a leerlos –o releerlos– y a valorar, en su justa dimensión temporal y literaria, su trayectoria, su talante de escritor, su personalidad intelectual y su lugar y trascendencia, en los últimos sesenta años, en nuestras letras.