A poco menos de dos años el gobierno del presidente Luis Abinader comienza a mostrar signos de desgaste sin que la administración exhiba un rumbo que lo asocie al programa de ejecutorias gubernamentales que presentó a los electores durante la campaña electoral, lo que preocupa a los dirigentes del Partido Revolucionario Moderno, no porque sus promesas a los votantes se quedaron en los discursos de corte electoralistas y se haya abandonado a los sectores sociales que le sirvieron de soporte para el triunfo en los comicios; no, la preocupación se centra en que quien se perfila como candidato de la organización, que es el mandatario, desciende de manera sostenida en la preferencia de los llamados a votar en el próximo certamen para escoger a quien nos gobernará durante el venidero cuatrienio.
Sabemos que la turbulencia sanitaria y la económica de carácter global que han impactado de manera severa en nuestro país debieron incidir en la reorientación del plan de gobierno; la cuestión es que el rediseño está signado por la improvisación y una marcada inclinación hacia una élite empresarial comprometida con el proyecto político que, a cambio del apoyo electoral, recibe proyectos rentistas disfrazados con profusas campañas mediáticas de acciones gubernamentales encaminadas a “beneficiar” a las grandes mayorías del pueblo. Así, mediante la figura de un fideicomiso sin marco jurídico, ornamentadas alianzas público privadas, entregar el patrimonio del Estado, como la central termoeléctrica Punta Catalina; arrancar conquistas populares expresadas en el transporte con el desmonte de la OMSA para imponer corredores que llevan el pasaje de 15 a 35 pesos, y una cadena de acuerdos de este tipo que según algunos alcanza más de 100; y, en ese contexto, las ayudas sociales que implican la comercialización de alimentos para sectores populares, se han sacado de los colmados de los pobres para entregarlos a los grandes supermercados, cuestión que desorienta y dificulta el acceso del barrio a esa facilidad.
Estas acciones interpretadas como desprecio a los pobres, caracterizadas así por algunos dirigentes del partido de gobierno, entre ellos Ramón Alburquerque, que además ha calificado al Gobierno de nicho de la oligarquía, expresión que el pueblo en su propio lenguaje ha llamado “gobierno de los popis”, o de los ricos, y opuesto a los “wawawa” o pobres, una especie de analogía de los “tutumpotes” e “hijos de Machepa” de la que hablaba Juan Bosch en los años 60 para que el pueblo pudiera diferenciar, con estos ejemplos gráficos, a los que disponían de mucho dinero, de los que apenas podían conseguirlo para sobrevivir. En este cuadro se observa con claridad el alejamiento de Luis de su débil base de apoyo, la que le llevó a ganar las elecciones con un 25% de la matrícula del electorado, pues cerca del 50% no acudió a las urnas.
A lo provocado desde la improvisación inclinada hacia las élites, se añade la inflación, que aún con el componente externo, es la tercera más alta de la región, convirtiéndose en algo verdaderamente agobiante. Y así, sus banderas electorales se derrumban, incluyendo el de la persecución de la corrupción que ya resulta sospechosa en su independencia, pues el brazo judicial solo alcanza las ramas, de acuerdo a la percepción. El pueblo comienza a conjugarlo todo, creando un cóctel negativo para Luis, lo que explica el descenso que reflejan las encuestas mientras Leonel Fernández ha iniciado un proceso de ascenso que se expresa en esas mediciones colocándose entre un 33 a 35 por ciento, frente a un 36 a 41 por ciento del presidente de la República; una clara polarización.