Existe una realidad completamente ajena al mundo intelectual y literario, una especie de submundo, impenetrable desde las páginas de un libro o desde una sesuda tertulia de escritores.
Montar un motoconcho es una experiencia surrealista de cualquier modo en que se mire. En primer lugar el pasajero ha de aceptar que el conductor se adjudica un derecho absoluto sobre su persona. Así bien puede cruzar temerariamente entre dos vehículos, por una hendija más estrecha que el ojo de una aguja, mientras a la vez y en un corto trayecto te puede contar con todo detalle de cuántas infidelidades es capaz.
Un motoconchista presume de conducir de manera irresponsable, responde por celular a su nuevo cliente, prometiendo una recogida en cinco minutos no importa la distancia que lo separe de aquel. Los choferes viven en vilo ante esta nueva realidad a la que enfrentarse en la vía pública.
Lo más trágico de todo esto es observar cómo toda una generación de jóvenes se pierde cada día en el asiento de un motor, cómo pasan las horas discutiendo acerca de cilindrajes y la velocidad que pueden alcanzar en plena calle, el " calibrar" en una sola rueda a riesgo de causar un accidente y hacer incluso perder la vida a quien lleva a su espalda.
Al final de todo y una vez más asistimos a la representación del triunfo de lo banal sobre lo sustancial. Mientras, en la Cámara de Diputados y en el Senado, los políticos están enfrascados en el barrilito y sus otras prebendas, una gran parte de nuestra juventud ignora el mundo. Además de ser muchos de ellos prácticamente analfabetos funcionales, no intentes hablarles de Jazz, de buen cine, de literatura o de geopolítica, pues no obtendrás respuesta. Es el triunfo de la imbecilidad por encima de una vida decente y con sentido. La rueda sigue girando y los políticos, en la suya, repartiéndose el botín