Un enorme antagonismo separa la indolencia de la solidaridad. A todas luces, lo primero es un rasgo menos común entre los humanos que lo segundo. Sin embargo, a menudo nos topamos con instancias de indolencia que dejan a cualquiera estupefacto por el apático desinterés que comportan. Tales casos ilustran el lado oscuro y retrechero de la condición humana, aunque existan condiciones atenuantes que determinen esos aberrantes comportamientos.
Dos recientes noticias de la prensa han copado la atención de quienes valoramos la solidaridad entre humanos. La primera reporto que INACIF sepulto 125 cadáveres porque ningún doliente los reclamo, mientras la segunda informo que la Policía había dado muerte a 148 supuestos “delincuentes” en el 2023. Resulta chocante y hasta vergonzoso que tales situaciones no han estremecido a la nación. Ambos casos supuran una indolencia social que desdice mucho de la humanidad dominicana.
El caso de los cadáveres de INACIF es alarmante. En todas las culturas se espera que los dolientes asuman y se hagan cargo de los arreglos y ritos funerarios de sus vinculados fallecidos. Esquivar ese deber muestra un nivel de insensibilidad que amerita un contundente reproche. INACIF mitiga la indolencia social con una mision institucional de asegurar una sepultura “digna”. Se reporto que esos cadáveres fueron sepultados en nichos construidos por la institución en un cementerio de Villa Mella.
¿Por qué los dolientes se hacen de la vista gorda para no reclamar los cadáveres? Es posible que en algunos casos la indiferencia pueda deberse a que en vida algunos generaron un grado de repudio tal que generaron una firme condena o un desprecio total hacia el destino final de sus restos. Parecería más probable suponer que los gastos de transporte del cadaver, del atad y del entierro representen cargas onerosas que los dolientes no pueden solventar. Ante la sórdida realidad de que la muerte no permite regreso, se impone una fría lógica de indiferencia al destino final.
En el caso de las víctimas de los “intercambio de disparos”, por otro lado, la insensibilidad se acepta como justificada. No se repara en si esas muertes fueron evitables con el apresamiento de las “víctimas” ni si para la sociedad las mismas fueron preferibles al sometimiento a la justicia. Se da por descontado que la PN no tuvo otra opción que matar, sea en defensa propia o porque las víctimas eran antisociales. Se desconoce si los cadáveres correspondientes son usualmente referidos a la morgue de INACIF, pero sería lógico y hasta racional suponer tal cosa.
En ambos casos reseñados prevalece l, más allá de lo individual, la indolencia social. Entre nosotros tales noticias se descartan como inconsecuentes; no hay remordimiento ni compasión nostálgica por las víctimas. No nos inmutamos por la irresponsabilidad implícita en la indiferencia sobre el destino final de los cadáveres. Y muchos prefieren esconder su indiferencia alegando que los delincuentes no tienen reparo en los danos que ocasionan a sus víctimas. ¿Cuáles son las causas de tal indolencia social? ¿Es que nuestra condición humana lleva implícita un desprecio abismal por ciertos seres y una valoración de otros?
Para quien esto escribe la culpa de tales aberrantes comportamientos es atribuible a la pobreza de por lo menos una cuarta parte de la población. En la gran mayoría de los casos, tanto los dolientes de los cadáveres de INACIF como los “delincuentes” sufren o sufrieron sus inclementes rigores. Los dolientes carecen de los recursos para dar “cristiana sepultura” a sus vinculados cadavéricos, mientras muchos “delincuentes” fueron víctimas de la falta de oportunidades y de la desidia estatal frente a las extremas carencias y precariedades que tuvieron que en vida confrontar.
Algunos analistas no aceptarian la hipótesis de que la pobreza subyace bajo esta y la indiferencia ante los cadáveres de INACIF. El debate sobre la relación entre pobreza y criminalidad es de larga data. Pero “las personas en condición de pobreza y desventaja social son quienes, debido a condiciones estructurales de desigualdad, lo que obstaculiza satisfacer plenamente sus necesidades básicas como la educación, vivienda o sanidad.” “Las personas que viven en la extrema pobreza a menudo son desatendidas o abandonadas por los políticos, los proveedores de servicios y los responsables de la formulación de políticas debido a su falta de voz política, capital social y financiero, así como por su exclusión social crónica.”
Por supuesto, el argumento contrario abunda. Respecto al nexo entre criminalidad y pobreza, por ejemplo, algunos creen que “la delincuencia y la inseguridad son el resultado de circunstancias y fenómenos complejos que no permiten simplificaciones infantiles, los estudios sobre la relación entre crisis económicas no han ofrecido conclusiones claras. Es cierto que la desestructuración social, la violencia estructural, las injusticias evidentes son una buena simiente para el conflicto, para la delincuencia, para la violencia y para la seguridad. Pero esto no significa que los menos favorecidos, los pobres, tengan que ser necesariamente delincuentes.” La sociologa Tahira Vargas “se niega rotundamente a asociar la marginalidad con la delincuencia porque en las bandas juveniles que se hacen sentir en ámbitos urbanos del país «también están presentes los sectores de medianos y altos ingresos”.
Aquí no se pueden establecer conclusiones definitivas sobre el rol de la pobreza en la reseñada insensibilidad social. Basta con señalarla y quejarnos de que nuestra sociedad cobije estos deleznables fenómenos. Ojalá y tanto INACIF como la PN estudien el origen socioeconómico de sus cadáveres. Es posible que los resultados de esa pesquisa arrojen luz sobre la políticas públicas de solidaridad requeridas para redimir “los muertos que nadie llora”.