Uno de los mayores retos –o quizás, el mayor–, de los gobiernos y los estados actuales, es el de los flujos migratorios, al menos de los países ricos que hacen fronteras con los países pobres. Las migraciones representan, en el siglo XXI, uno de los flagelos más complejos, por su componente ideológico y político, y por su impacto en las democracias occidentales. Y más aún, porque implican la asunción de una postura, una elección y una decisión, para nacionalistas, estadistas, líderes políticos e intelectuales. También porque definen o perfilan la cuestión nacional y la problemática de la identidad, que representa la esencia del destino de un pueblo: de su presente y de su memoria histórica. Por esa razón, las causas del surgimiento –o resurgimiento—de los nacionalismos y de los líderes populistas de derechas y su auge, tienen su explicación en el incremento descontrolado y desproporcionado de las migraciones ilegales e irregulares, de pobres e indocumentados: de países pobres o subdesarrollados a países desarrollados o en vías de desarrollo. Es una ley social de selección natural, de matiz socio-biológico darwinista,  que tiene una lógica de sobrevivencia de la especie y de todo conglomerado humano: el que tiene hambre va donde hay comida; el que teme por su vida, busca seguridad y supervivencia. Para los abanderados nacionalistas del mundo, la migración degrada y erosiona las identidades. En una palabra: desnacionaliza. Sumerge a una nación en el caos identitario y deteriora el sentimiento patrio. Para la sociedad civil y los cosmopolitas, la migración enriquece las identidades y crea un clima de tolerancia a la diversidad étnica, lingüística, sexual y cultural. La avalancha migratoria descontrolada, de ilegales en todo el mundo, está provocando la popularización y la multiplicación de los líderes nacionalistas y conservadores que, con propuestas mesiánicas, salvadora, justiciera y mano dura, promueven y estimulan un discurso de odio, culpa y rechazo a los migrantes. Consideran que es una invasión pacífica que hay que parar en seco para evitar la desnacionalización y la pérdida de la identidad de las naciones, y para que los recursos disponibles, que siempre son limitados, alcancen. Ese discurso está calando y generando adhesión en amplios sectores conservadores de Estados Unidos, Europa y América Latina, que entienden que, la migración ilegal, se traga las riquezas, los recursos y los presupuestos de las naciones receptoras.

Desde que el hombre pasó de ser nómada a sedentario, nunca abandonó la esencia del viaje, el espíritu aventurero y la necesidad de volar, nadar, correr o caminar, libremente. Por lo tanto, el espíritu o el alma de viajar o emigrar son intrínsecos a la especie humana. La ansiedad por navegar en barco, desafiando los mares, o de volar en avión, atravesando el espacio de una latitud a otra, constituye una vocación humana, vinculada al soñar y al juego. Es decir, al espíritu nómada de cruzar fronteras geográficas, atravesar desiertos, valles, precipicios, desfiladeros, montañas o ríos: representa un desafío seductor de progreso y de avance, en la mentalidad del hombre. Desde los navegantes hasta los aventureros; desde los descubridores hasta los conquistadores, la cartografía y los mapas de la geografía política del mundo han sido obras del espíritu soñador y de las proezas de esta estirpe de individuos, que los han transformado y modificado. Desde Marco Polo, Américo Vespucio, Magallanes, El Cano, Vasco de Gama, Ponce de León, Colón, Cabeza de Vaca o Cook hasta Alonso de Ojeda, Vasco Núñez de Balboa, Darwin, Humboldt  o Francis Drake, la configuración de la geopolítica del mundo ha sido resultado, de algún modo, de la mentalidad y las ambiciones de estos genios del mar o del arte de la guerra, quienes, de algún modo, les pusieron nombres a la geografía física y política del mundo. Los perfiles del mundo moderno tienen mucho que ver con estos hombres de mentes intrépidas y corazones soñadores. Durante la Antigüedad y la Edad Media, las migraciones no eran olas expansivas ni masivas, pues el mundo no estaba superpoblado ni había tantos medios de transporte y de comunicación  como hoy, ni tantas necesidades y ambiciones materiales. La explosión democrática, en gran medida, es la responsable del colapso migratorio del mundo, y es un fenómeno de la Modernidad y la Contemporaneidad. Sin embargo, hoy día, los flujos migratorios atentan contra la identidad, y aun contra la seguridad de algunas naciones. Las predicciones de Thomas Robert Malthus parecen vislumbrar un cataclismo demográfico y una babelización del mundo, en proporción altimétrica y geométrica. En el futuro, no habrá tierra ni espacio para tantas personas. Y menos aún, con el crecimiento vertical y horizontal de las ciudades contemporáneas, proceso que ha revolucionado la arquitectura, el urbanismo y la ingeniería. Vivimos un proceso vertiginoso de degradación, gentrificación  y envilecimiento de las tierras fértiles y cultivables, sustituidas y reemplazadas por edificios, casas y carreteras, que han provocado un desplazamiento caótico y sin planificación,  del campo a la ciudad y de los centros urbanos a las periferias.

En el pasado, las invasiones eran bélicas y guerreras: involucraban la conquista y la disputa por la hegemonía global o de un vasto territorio. Gran parte de las naciones desarrolladas deben su progreso a las migraciones, que han contribuido a dinamizar sus economías y su desarrollo material, y abrirse al mundo. Empero, la avalancha descontrolada de migrantes de países pobres a países ricos o en vía de desarrollo, erosiona no sólo su identidad, sino que tiene un impacto negativo en la seguridad nacional, la educación y la salud, que deben afrontar. La cuestión más compleja reside en el hecho del choque que tienen en las costumbres, el ethos, la idiosincrasia y los valores identitarios de una nación. Pese a ello, los éxodos migratorios han contribuido a la diversidad, misma que ha enriquecido las culturas y abierto las sociedades al mundo civilizado. Quien dice migración define la identidad y el sentimiento de una nación. Las oleadas migratorias determinan, en cierto modo, las identidades étnicas y culturales. Desde los primeros navegantes y conquistadores, los viajes son aventuras de la mente y el espíritu del hombre. Se emigra por necesidad económica y material. O como huida a la muerte, la guerra, el hambre y la miseria. Los países pobres son, ya se sabe, emisores de migrantes y los ricos, receptores. Se emigra como forma de salirse de sí, de progresar individualmente o para un colectivo familiar. A menudo, el que emigra no lo hace para sí, sino para el otro o por el otro, aunque el migrante siempre tiene una excusa para hacerlo: para buscar el progreso de su entorno o sacar a su familia del círculo de la pobreza, cuando esta se hace numerosa. De modo que la raíz de la cuestión migratoria es, esencialmente, demográfica, y por tanto, representa un proceso indetenible y natural. Tiene, en esencia, un componente religioso y material, que crea una adrenalina de la errancia y el vagabundeo.

Sin las empresas migratorias, el rostro del mundo fuera estático y acaso distinto o más limitado. El hombre persigue –o ha perseguido– cruzar fronteras para violentar las leyes geográficas y los acuerdos políticos y jurídicos. El mundo es uno solo, y desde su origen, como sociedad, antes de que surgieran la familia, la propiedad privada y el Estado, el hombre siempre ha vivido en pugna con la distribución de las riquezas y los bienes. De ahí que le irriten y molesten las fronteras geográficas no impuestas por dioses sino por hombres, cuya distribución no siempre fue equitativa y justa. Y, en otras ocasiones, han sido fruto de las batallas y las guerras de los más fuertes contra los más débiles. Sabemos de naciones que eran territorialmente mayores que ahora (México) o que perdieron su salida al mar producto de guerras y acuerdos posteriores con los triunfadores (Bolivia y Paraguay).

En todo ser humano, late el impulso por viajar y conocer otras tierras ignotas y otras regiones maravillosas, como una promesa de la fantasía y del sueño utópico, antes de morirse. “Quien muere sin viajar, muere ciego”, dice un refrán. De ahí la existencia del turismo, el montañismo, el senderismo, la caminata, el maratonismo, el viaje de paseo, el nomadismo y la recreación, como cura espiritual, mental y corporal. (“El turismo hoy es considerado una nueva religión”).

Todo descubrimiento y conquista primero fue una idea utópica o un sueño iluso, que se convirtió en realidad: en hazaña de la mente y del cuerpo. Lo que fue una visión mítica fue luego una realidad histórica y concreta. Siempre emigrar ha sido una necesidad material y espiritual para el hombre: una aventura irracional, a veces, que se torna osada, pero que puede volverse racional y productiva. Quien lucha por emigrar de su tierra nativa lo hace con dolor: con un dolor que luego se vuelve nostalgia y desarraigo, llanto y culpa. Lo hace para salvarse o salvar a su familia. Nadie emigra con la promesa de no volver sino de regresar algún día, o más temprano que tarde, para disfrutar su progreso o su riqueza, en la madurez y la vejez. Pero el viaje puede encerrar un retorno voluntario o involuntario o convertirse en una errancia eterna hasta la muerte. Viajar y emigrar pueden volverse un vicio o una religión. Una manía ontológica o un afán exhibicionista de viajar o errar sin conocer o disfrutar, y, en ocasiones, sin rumbo. En efecto, se viaja por viajar: sin plan ni cultura previa. Sólo como placer y disfrute para los sentidos.  Es diferente el turista al migrante. Este último no viaja sino que se marcha a veces para no volver o para vivir como un eterno indocumentado: sin retorno a su patria. Vive un desarraigo prolongado sin metas y, a veces, se despersonaliza y pierde su carácter: su identidad cultural. Adopta otra patria de adopción o se queda en un limbo jurídico y existencial.

Los budistas tienen la creencia de que el hombre debe morirse donde nace. Si progresa debe quedarse: nunca irse de donde progresó. O que no debe marcharse de donde fue feliz, desde la inocencia primordial. La mentalidad del caribeño, africano o latinoamericano, se caracteriza porque busca progresar y cambiar, porque teme morir pobre como nació, y no quiere repetir el círculo vicioso de pobreza de sus padres. No desea poco sino mucho. Es más ambicioso. Es la mentalidad occidental y más aún, la latinoamericana. De ahí que, contra viento y marea, vive en un afán diario por emigrar: saltar el mar o cruzar su frontera inmediata. En cambio, la mentalidad del hombre oriental es menos materialista; es más espiritual, y tiende a vivir en la pobreza sin ninguna ambición: con una vida más simple, sedentaria y sencilla. Al contrario, la pobreza le sirve de alimento espiritual, fortaleza y estímulo de vida para la escritura, la creatividad artística, la meditación trascendental y la práctica religiosa o filosófica. Según el escritor boricua, Luis Rafael Sánchez, en cambio, “el caribeño lleva una yola en su corazón” o vive en una “guagua aérea”.

Lo más triste y trágico que conllevan las migraciones son los naufragios, en las intrépidas travesías por mares profundos y embravecidos, y donde mueren a veces de inanición, insolación o de hambre. O devorados por hambrientos tiburones. Sin tumba ni funeral. Como un muerto, o desaparecido y anónimo.

Mientras existan razones políticas o económicas causantes de las migraciones, tendremos naufragios, ahogamientos, deportaciones y extorsiones, que genera incluso una industria mafiosa de tráfico de personas. ¿Erradicar sus causas sería la solución? ¿O el pobre seguirá siempre haciéndose a la mar o intentando cruzar fronteras jurídicas prohibidas? ¿Esta inconformidad  con su status quo, con su nivel de vida, siempre será un acicate para emigrar y viajar? Basta hacer un balance de los muertos por naufragio en el Mar Caribe, el Canal de la Mona, el Mar Mediterráneo, en las selvas de África, el Darién de Panamá, el desierto de Sahara o la selva amazónica. Con esos náufragos podría perfectamente edificarse una ciudad o un país como están poblados de muertos algunos cementerios, fosas comunes o el fondo de los mares, y otros más desdichados que terminan triturados por los acantilados y los tirsos. Y de ahí que muchos cadáveres nunca se encuentran. Esta es la historia trágica del mundo moderno, desde que se inventaron las embarcaciones, los barcos, las piraguas o las yolas, los viajes ilegales o los negocios de tráficos de migrantes. Es la tétrica alegoría del cuadro romántico La balsa de la medusa (1819) de Theodore Garicault, que representa un naufragio nocturno de un hecho histórico real ocurrido en Francia, el 2 de julio de 1816. Así vemos que los naufragios son, por excelencia, un tema romántico. Acaso el último fue el  naufragio del Titanic, la última hazaña trágica, un viaje, curiosamente, no de pobres sino de ricos.

En los últimos años, vemos, aterrados y atónitos, el incremento de los naufragios y los éxodos migratorios de miles de buscadores de riquezas y del sueño americano. Sirios y haitianos, cubanos y dominicanos, chinos  e indios, centroamericanos y africanos, se lanzan a la mar, al desierto o a la selva, tras la búsqueda de mejoría, paz, seguridad y progreso por llegar a Estados Unidos o a Europa. Esa tierra prometida, la arcadia poblada de dinero y comida, adonde pretenden llegar y hacerse sedentarios y legalizar su estatus para un día volver, triunfantes, a su tierra nativa. Pero, estas travesías, riesgosas y delirantes, lo que han hecho es crear una crisis migratoria y humanitaria con una solución muy onerosa para las naciones receptoras, por lo que implica su repatriación y por su impacto en la salubridad. Las imágenes televisivas y las fotos de los diarios y de las redes sociales, que les dan la vuelta al mundo, nos aterran, conmueven y avergüenzan. También nos indignan y espantan. La tragedia de Europa con los migrantes africanos es casi similar a la que vive Estados Unidos con los que hacen la larga travesía desde Sudamérica, pasando por todo Centroamérica hasta la frontera mexicana. Hacen una romería o peregrinación desde Ecuador o Colombia, se internan en la infernal selva del Darién de Panamá, y siguen por Costa Rica, Honduras, El Salvador, Nicaragua y Guatemala hasta llegar a México, y de ahí tratan de escalar la frontera o cruzar el desierto por Sinaloa, El Paso, Tijuana, ciudad Juárez o Chihuahua, o cruzando a nado el río Bravo. Las tentativas aventureras e intrépidas por arribar a Estados Unidos, contra viento y marea, están a la orden del día y seguirán mientras haya progreso, dólares, paz, libertad y bienestar en la poderosa nación del norte.