Estos parágrafos no son míos; son de ellos y de ustedes -si los hacen suyos-. Porque mi labor es enunciar como escribano. Actividad carente de mérito, consistente en describir el pensamiento ajeno, que solo llega a ser propio cuando logra transformarse en algo nuevo. Esa es la esencia del pensamiento verdadero, una vuelta de tuerca a las reflexiones pasadas.

Se da por hecho que el pensamiento es connatural al ser humano. Pero el pensamiento estimable no es normal ni cotidiano. Pensar no es una significación exacta. Pensar puede ser sopesar, reflexionar, medir, valorar, desentrañar, contraponer, idear. Pensar es el esfuerzo de atreverse a incursionar en zonas difusas donde no tenemos claridad, pero si la imperiosa necesidad de tenerla. Por eso el pensamiento no se hereda. Pues no hereda -cuando de pensamiento se trate- quien recibe de sus antecesores un conjunto de escolios, sino quien logra transformar lo legado en algo significativo dándole carácter de pervivencia encontrando la manera de que otros grupos y generaciones puedan seguir edificando y devanando alrededor del concepto recibido.

Por ello el origen del pensamiento no es la tradición. Su origen es la pregunta. De ahí la interrogante, ¿Qué significa preguntar? La pregunta tiene que ver con esa parte racional de nuestro cerebro que no logra asumir como válida las versiones manidas. Éstas, no solo son preguntas, son preguntas serias. Aquellas que nos conmocionan. Las que nos generan desconcierto. Por esto pensar es una actividad infrecuente e improbable. Sobre todo, para nosotros los adultos, que nos caracterizamos por la simpleza de dar todo por hecho.

Aristóteles decía que el pensamiento es hijo del asombro. Asombro, que en la concepción griega significa: quiebre, ruptura. De ahí que, el pensador sea un ser inacabado. Y lo es, porque siempre está incompleto, producto de su necesidad de asombrarse, de encontrar aquello que desconocía y que ahora es capaz de advertir asimilando con perplejidad su descubrimiento, admitiendo aquel hallazgo como algo que le conmueve, le asombra y completa.

Impulsado por el arrobamiento, el pensador crea. Y lo hace a partir de las ideas que le invaden y le hacen preguntarse el porqué de los porqués de su descubrimiento, logrando sin proponérselo un nivel de abstracción que le permite examinar desde muchas perspectivas su nueva obsesión.

La creación del pensador no siempre está relacionada con una actividad material como escribir sonetos, tocar el violonchelo o pintar en acrílico. Estos oficios no son necesariamente creativos. En ocasiones, lo que acontece es un despliegue de un saber práctico que se refiere al hacer y al obrar: la téchne. Recordemos, la creadora no es la pintura el creador es el pintor, si lo es.

Cuando las palabras comunes que todos empleamos se convierten en luminarias, es manifiesto el clímax creativo. Para crear no basta el conocimiento del idioma, de la vida y del tiempo, es preciso que la gracia acompañe al saber y se ponga a su servicio, conjugando la elocuencia. Por eso, el escritor puede compartir con los grandes su vocación, pero no llevarla a la misma altura de ellos. La gracia opera y elige en quien reposar por un montón de cuestiones, determinando y distinguiendo a los que van contracorriente. Todo músico conoce las notas y sabe lo que es un pentagrama, pero para que esas notas hablen es preciso que el asombro haya roto la costumbre situando al creador ante un descubrimiento que le genere el apremio de decir, para luego trabajar y pulir lo que pretende transmitir, convirtiendo la sencillez de una expresión afortunada en una obra que perdurará como declaración de quien la manifiesta.

El enigma de la genialidad es que tiene cabida en personas ordinarias como nosotros, pero no todos son como nosotros, hay otros que son de otra manera, los distintos. De ellos es este breve ensayo.