En este sentido, desde los días bíblicos, la historia de la humanidad ha estado salpicada de delatores; quienes han traicionado a sus amigos, familias, vecinos, a sus pueblos y naciones. Cabe mencionar, algunos ejemplos de delaciones como el supuesto beso de la muerte del apóstol Judas Iscariote hacia Jesús, el complot de Marcus Brutus para expulsar a su amigo Julio César del poder, doña Marina (La Malinche) quien entregó su pueblo a los conquistadores españoles. También existen delatores que cambiaron el curso de la historia de sus naciones como la del mariscal Marshal Pétain, quien en un discurso dirigido al pueblo francés el 30 de octubre de 1940 y después de conocer a Adolf Hitler, declaró: "Hoy me pongo en marcha por el camino de la colaboración".
Es particularmente interesante, observar como la delación puede constituirse en un fenómeno de masa a través del poder, la propaganda, la inducción, el adoctrinamiento, el aprendizaje y el condicionamiento del comportamiento humano. El caso más extremo de delación en masa por la particularidad del ensañamiento y la cantidad de personas asesinadas, fue el genocidio de más de seis millones de personas perpetrado durante la segunda guerra mundial: el muy conocido y vergonzoso Holocausto Judío. Elias Canetti nos explica en su libro “Masa y Poder” como los sistemas totalitarios que están basados en el poder del gobernante y en la violencia que se ejerce, se convierten en una columna vertebral para acatar órdenes; las cuales pueden conducir a la abnegación patológica y a la enfermedad mental. Es entonces, que puede suponerse como la masa de súbditos alemanes; adoctrinados por el partido nacionalsocialista alemán, Adolf Hitler, y toda la maquinaria militar y propagandística del tercer reich, sólo pudo ser controlada por un gobernante paranoico y psicópata que instrumentalizaría a través de la violencia, una masa de delatores; los cuales decidieron radicalmente sobre la vida y la muerte del pueblo judío.
Los efectos psicológicos de la delación sobre las víctimas pueden provocar traumas, sentimientos de pérdida y dolor permanentes, trastornos de ansiedad, ira y otros trastornos de salud mental que pueden repercutir durante toda la vida del individuo, de un pueblo o del colectivo afectado; traspasando incluso generaciones. El delator se convierte en una fuente de ansiedad y de acuerdo a algunos experimentos también pueden provocar en los afectados sentimientos de contaminación mental, al imaginar actos no consentidos e inaceptables en contraposición a los valores éticos y morales.
Un ejemplo sobresaliente sobre la condición humana en la literatura universal acerca de la cobardía, la delación y la traición es el cuento de Jorge Luis Borges “La forma de la espada”, narrado en tercera persona a través de la oblicuidad y el subconsciente del personaje John Vincent Moon: “Yo había salido cuando el amanecer estaba en el cielo; antes del mediodía volví. Moon, en la biblioteca, hablaba con alguien; el tono de la voz me hizo comprender que hablaba por teléfono. Después oí mi nombre; después que yo regresaría a las siete, después la indicación de que me arrestaran cuando yo atravesara el jardín. Mi razonable amigo estaba razonablemente vendiéndome. Le oí exigir unas garantías de seguridad personal. Aquí mi historia se confunde y se pierde. Sé que perseguí al delator a través de negros corredores de pesadilla y de hondas escaleras de vértigo. Moon conocía la casa muy bien, harto mejor que yo. Una o dos veces lo perdí. Lo acorralé antes de que los soldados me detuvieran. De una de las panoplias del general arranqué un alfanje; con esa media luna de acero le rubriqué en la cara, para siempre, una media luna de sangre. Borges: a usted que es un desconocido, le he hecho esta confesión. No me duele tanto su menosprecio.
Aquí el narrador se detuvo. Noté que le temblaban las manos.
— ¿Y Moon? —le interrogué.
—Cobró los dineros de Judas y huyó al Brasil. Esa tarde, en la plaza, vio fusilar un maniquí por unos borrachos.
Aguardé en vano la continuación de la historia. Al fin le dije que prosiguiera.
Entonces un gemido lo atravesó; entonces me mostró con débil dulzura la corva cicatriz blanquecina.
— ¿Usted no me cree? —balbuceó—. ¿No ve que llevo escrita en la cara la marca de mi infamia? Le he narrado la historia de este modo para que usted la oyera hasta el fin. Yo he denunciado al hombre que me amparó: yo soy Vincent Moon. Ahora desprécieme”.