Golpes, palizas, tirones de oreja y cabello, azotes, palmetazos, pellizcos, cachetadas, ponerse de rodillas, permanecer de pie frente a la pared, patadas, reglazos, adherencias en la nariz, suspensión de recreos, permanecer en el plantel después de la finalización de la docencia, exposición pública y expulsión. Todas estas medidas disciplinarias las ensayó la Escuela.
En el contexto escolar, castigo se refiere a la pena que se le impone a un estudiante que ha cometido una falta. Dicha falta puede ser, por ejemplo, no dominar bien la lección asignada o interrumpir al maestro mientras habla. Según nos advierte la doctora Eugenia Roldan Vera, el castigo ha pasado de ser una referencia anecdótica en la historia de la educación a ser un objeto de estudio desde distintos enfoques que pudieran ser: el castigo dentro de las culturas escolares, dentro de los distintos modelos de enseñanza, como tecnología aplicada a la producción de individuos productivos, como parte del entramado de las relaciones de poder o como objeto de estudio de la historia de las emociones.
El castigo, pues, ha devenido en objeto de atención tanto para las ciencias sociales como para las ciencias de la salud, de manera que puede y debe ser analizado desde la historicidad, además del enfoque moral.
El testimonio de César Nicolás Penson Tejera, La escuela de antaño, publicado póstumamente por Rodríguez Demorizi, logra ser un material valioso para conocer y analizar los distintos métodos disciplinarios utilizados en la escuela dominicana. Nació en la ciudad de Santo Domingo en 1885, fue bisabuelo de la profesora Josefa Penson Nouel -a la que hemos dedicado un artículo en este mismo espacio- colaborador de Hostos, realizó estudios primarios en el Colegio San Luis Gonzaga, fundado por el Padre Francisco Javier Billini y según algunas fuentes, vivió un corto tiempo en los Estados Unidos. Ayudó en la fundación del Instituto de Señoritas de Salomé Ureña de Henríquez en 1881 y formó parte del profesorado del mismo. (https://acento.com.do/opinion/la-profesora-josefa-penson-nouel-y-las-clases-de-zoologia-en-la-escuela-normal-de-senoritas-1939-1940-9267724.html).
Además de la importancia que posee por su contenido poco explorado por la historiografía de la educación dominicana, parte de su valía radica en el perfil de su narrador, pues en sus relatos, sin duda, se posa la mirada del estudiante de escuela aposento y de escuela formal, del periodista, del licenciado en derecho, del intelectual, del maestro normalista y del escritor consagrado de Cosas Añejas.
Penson comienza su narración describiendo al maestro o dómine como: “ente raro, “pobre diablo”, “carente de dignidad moral”, atado al trabajo por la necesidad”. Continúa describiéndolo como un “bicho raro”, “seco” y de figura difuminada por el hambre clásica. Portador de la inflexibilidad más cruel y depositario de los dotes inquisitoriales. De gesto canino y mirar feroz. Su vestir más que modesto es digno de lástima, poco aseado, al parecer por decisión propia o tradición magisterial. Lo asemeja a “una especie de dogo”, “holgazán y bruto a cabal”. Rudimentario, rígido y brutal, encaminándose a más bajo la creencia de que mientras más inflexibilidad sea, mejor maestro será.
Vestía con desparpajo, cuya muda consistía en una camisa arrugada, de color, tirantes rotos, pantalones brinca charcos de tela burda y corriente. Su calzado no era más que una especie de chancleta morada o amarilla, ensartadas en unas medias de algodón ordinario y no muy limpias.
La relación que sostenía con sus alumnos era de animadversión mutua. Cuenta cómo los estudiantes, escondiendo sus caras detrás de sus libros, le dedicaban todo tipo de maldiciones, deseándoles que a su cuerpo “lo hubiese embargado una parálisis por más de la mitad y que sobre todo le quedara bien inmovilizado el brazo derecho”. También fantaseaban con encontrárselos ya liberados del yugo escolar, en cualquier calle.
Para César Nicolás, la Escuela es “una inquisición hecha y derecha”, “jubilación de ignorantes” y descanso de los padres,” sucursal de represiones y castigos”, “nido de búho con todos los horrores de la noche de la ignorancia secular” y espacio para el vía-crucis de la vida. Lugar que, el mismo dómine en persona, se encarga de manejar como “cuartel, manicomio o caballeriza”.
Su infraestructura consistía regularmente en una pieza de madera poco iluminada y poco ventilada, cuyo mobiliario por lo general constaba una silla de palos, habitualmente con carcoma, que acompañaba una mesa escritorio coja, manchada de tinta y lacerada por el uso sobre ella del cortapluma y decorada con numerosos dibujos que hacían los estudiantes con la intención de caricaturizar al maestro. A su lado, las temibles disciplinas (varas y látigos) y la palmeta, a veces, en su sustitución, había una banqueta de lana donde guardaba cigarrillos, encendedores, juego de barajas, cortapluma y los más osados, una botellita de alcohol envuelta en un paño para disimular.
El mobiliario estudiantil se limitaba a bancos duros dispuestos a derecha e izquierda del maestro o en su frente y organizados en ellos los educandos, partiendo de los grados más bajos en las primeras filas hasta los más altos en las últimas.
Si bien los castigos disciplinarios no han sido exclusividad de la escuela, esta ha evidenciado una gran pericia en la puesta en funcionamiento de esa maquinaria coercitiva.
En el contexto escolar, la disciplina puede definirse como un conjunto de pautas que rigen la convivencia dentro de las instituciones educativas. Esta “ejecución disciplinaria” pasa desde la vigilancia y el monitorio hasta el consejo y la aplicación.
Según el testimonio de César Nicolás, en la Escuela dominicana el castigo: “era de los más atroz, bárbaro, inhumano y absurdo que se pueda imaginar”. El rigor de su aplicación dependía, en cierto grado, de la magnitud de la falta cometida, no obstante, primaba, sobre todo, la arbitrariedad. Los estudiantes eran “condenados” sin que se tomara en cuenta su versión.
Dentro del amplio catálogo de castigos citados por Nicolás Penson, se destacan los siguientes: degradación temporal a cursos inferiores, en caso de que un estudiante se cambiase del banco asignado a su grado. Cuatro palmetazos, a quien no sabía la lección a pie juntillas, o bien se le enviaba al rincón del aula con la cara de frente a la pared, o en su defecto, se le ubicaba de pie en medio del salón de clase, a memorizar la asignación. En algunos casos se le podía sancionar haciendo que permaneciera en el plantel después del horario de cierre, hasta que lograra “sabérsela”.
Los palmetazos se dividían entre individuales y colectivos, donde este último consistía en que “el dómine pasaba a puro palmetazos por filas como si se tratase de un fusilamiento en masas”.
Otra modalidad del maestro para mantener el orden disciplinario era el despliegue de ciertos mecanismos de espionaje, o de trabajo colaborativo con estudiantes seleccionados, como, por ejemplo, el empleo de decuriones, que no era más que la designación de un estudiante que ejercía la vigilancia acuciosa en ausencia del maestro o en momentos de distracción del mismo, lo que promovía al mismo tiempo, profundas rivalidades entre compañeros.
El llamado “cuatro” consistía en hacerse ayudar por cuatro estudiantes seleccionados por estatura y peso corporal, como sujetadores de las víctimas. Estos “robustos jayanes” tomaban a la víctima, la fijaban acostada boca abajo sobre el banco hasta la recepción de los fuetazos correspondientes. El mismo César Nicolás, por ejemplo, a la edad de los 6 años salió con apostema en una pierna después de una embestida semejante.
Otros castigos “de menor cuantía” eran: poner al estudiante en la puerta con unos letreros irrisorios para que fuera víctima de la burla de compañeros y transeúntes, hincarle con los brazos abiertos en cruz, a veces añadiendo piedras en las manos o con los pantalones levantados sobre un guayo, meter la cabeza de los alumnos bajo la mesa, quedándole el cuello pegado al borde inferior de ella y la espalda a discreción de los golpes del dómine. En ocasiones, se le ponía un gorro con plumas de gallina en la cabeza y en las manos una escoba, colocándolo a la vista de todo quien tuviera ojos para ver, ya sea en la puerta del plantel o en la ventana.
Sin embargo, según sus palabras el castigo mayor era “hacer un desbocado”, es decir, una gran cruz con la lengua en el suelo.
El cambio de los modelos pedagógicos de los siglos XIX y XX fueron produciendo cambios significativos a lo largo de la ejecución de los castigos escolares, pues estos fueron desplazados al cuerpo como foco principal de represalia y se trasladaron al consejo y la prevención. No obstante, la historia de los castigos no ha obedecido a un proceso lineal, sino que, según lo demuestran varias investigaciones, como las de Gaudencio Rodríguez y Eugenia Roldan, ha convivido con diferentes modelos al unísono.
Bajo la premisa de que la naturaleza infantil está relacionada con los instintos salvajes de la humanidad y de que “la letra con sangre entra”, la lógica de los mecanismos de control disciplinarios que a lo largo de su existencia han desplegado las instituciones escolares, necesitan ser estudiadas desde un enfoque multidisciplinario, donde tanto las ciencias sociales, las ciencias de la salud, como los investigadores interesados en la historia de la educación puedan realizar un trabajo de reflexión e interpretación del recorrido de los diferentes tipos de sanciones y castigos en el sistema educativo.